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Responsabilidad social de las empresas

Si tuviéramos que comparar la opinión que los ciudadanos tenían de la empresa en los años 80, con la que tienen ahora, en los inicios de siglo XXI, encontraríamos algo más que significativas diferencias. Para empezar, en aquél tiempo, los procesos de desregulación de los mercados, las privatizaciones de empresas públicas ineficientes, la rápida extensión de las tecnologías de la información, el gran impulso a la innovación (en procesos y productos) y el protagonismo de la nueva "clase" de trabajadores del conocimiento, otorgó a la empresa y a la actividad emprendedora un cierto reconocimiento social como factor de progreso y bienestar difícil de encontrar en otros momentos históricos. En paralelo al deterioro del Estado omnipresente e ineficiente, la empresa innovadora y dinámica (y por tanto el empresario) resurgía con una fuerza inusitada, promoviendo indirectamente un mayor bienestar para el conjunto de la población y un aumento casi ilimitado en el empleo, el cual ahora parecía sólidamente sustentado en mejoras de la productividad y en la expansión incesante de los mercados impulsados por multitud de nuevos productos y servicios.

Era la época dorada de los gurús de la estrategia empresarial que proclamaban por doquier la muerte definitiva del fordismo (y del primitivo taylorismo que le servía de base teórica) y la llegada de una nueva racionalidad basada en la implicación activa de los trabajadores, la consideración de éstos como capital humano (y no sólo como un mero coste de producción), una visión colectiva y compartida del papel de la empresa y la búsqueda de significados para todas las personas implicadas en el proceso productivo. Resurgió con fuerza el espíritu de Schumpeter; Peter Drucker volvió a arrasar en las escuelas de negocios con su vieja teoría sobre la empresa innovadora y la importancia de los trabajadores del conocimiento, y Tom Peters, en su búsqueda incesante de la excelencia, clamaba por las tormentas de ideas y la innovación permanente en el seno de las empresas, en las que todo el mundo tenía un papel primordial que jugar, fuera directivo o no.

Fue ciertamente una época apasionante, en la que lo relevante era la discusión sobre la mejor forma de gobernar una empresa en su lucha permanente por ser competitiva en un mundo cada vez más exigente y global. Calidad, innovación, atención al cliente, respeto al medio ambiente, balances sociales, eran factores todos ellos considerados como ventajas por las empresas líderes que se diferenciaban así del resto de sus competidores.

Una época, sin embargo, muy diferente de la actual. Nadie sabe cuándo exactamente ocurrió; pero ocurrió. Las sucesivas burbujas y crisis monetarias y financieras de los 90, la moda de las stocks options, los desmesurados sueldos de los directivos, la coincidencia de altos beneficios con despidos masivos, los casos Enron, Arthur Andersen, World Com o Parmalat, la rápida extensión de la estrategia deslocalizadora de las grandes compañías, la escasa popularidad de los acuerdos de Kyoto, y las sucesivas crisis originadas en la cadena alimentaria, entre otros muchos, son ya síntomas evidentes de que el mundo de la empresa ya no es el que era. Existen evidencias empíricas sobre la caída de la estimación y el prestigio social de las empresas a finales de los 90, las cuales son contempladas ahora por el común de los mortales como meras máquinas inertes de generación de valor y ganancias a corto plazo para sus accionistas, mediante cualquier procedimiento (incluido el meramente financiero); con unos directivos a la búsqueda del enriquecimiento sin límites, cada vez más alejados de los principios éticos del buen capitalista proclamados desde el liberalismo más candoroso; y todo ello mientras los trabajadores vuelven a ser considerados como un mero elemento del coste en lugar de leales y valiosos colaboradores creadores de valor.

Es por todas estas razones por las que la responsabilidad social de las empresas (RSE) parece un concepto llamado a protagonizar el debate público sobre la competitividad en los próximos meses y años. Desde la cumbre de Lisboa en 2000, la publicación del Libro Verde de la Comisión Europea orientado a la creación de un marco para la responsabilidad social de las empresas, en 2001, y la posterior Comunicación de la misma (2002), el asunto empieza a movilizar a una gran parte de las cabezas pensantes de los sindicatos europeos, un grupo significativo de grandes empresas (que pretenden seguir siendo líderes) y numerosos grupos de investigadores preocupados por la posibilidad de definir un nuevo marco competitivo para la empresa europea. Un marco que no sólo no se aleje del modelo de bienestar relativo construido en el continente con tanto esfuerzo, sino que además abogue por una implicación activa, voluntaria y responsable de las compañías en la calidad del empleo, la no discriminación y el bienestar de sus trabajadores, el respeto al medio ambiente y los derechos humanos, las garantías plenas sobre los productos, la implicación en el desarrollo del entorno territorial del cual forman parte, y los comportamientos éticos de los directivos; todo ello en un contexto de información y transparencia contable libre de toda sospecha.

No sabemos todavía adónde nos llevará la discusión, pero creo, en todo caso, que ésta merece la pena; especialmente para aquellos emprendedores de pura raza que suelen ver siempre una oportunidad en donde otros muchos sólo perciben un coste.

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Andrés García Reche es director Grupo de Investigación sobre la Responsabilidad Social de las Empresas (RSE) de la Universitat de Valencia.

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