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Columna
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Caprichos

Esto que llaman los periódicos el triángulo de oro, por referencia al que constituyen los edificios del Prado, Reina Sofía y Von Thyssen entre las glorietas de Neptuno y Atocha, suele estar poblado por admiradores, entendidos o simples curiosos del pincel de firma que se trasladan de un museo a otro por ambas aceras del paseo del Prado o forman cola para presenciar alguna exposición. Sin distinción de razas, lenguas e ideologías, estos transeúntes rinden homenaje a la belleza apresada en las dimensiones convencionales de los lienzos. Y a tanto llega el fanatismo de muchos que, cuando cierran las pinacotecas, prefieren no volver a casa o al hotel ni distraerse con otro espectáculo y pasar la noche junto a los muros que guardan las obras de arte o ante el portalón imponente de acceso, a fin de asegurarse el día siguiente la visita al codiciado interior.

Los trasnochadores que circundan la plaza de Neptuno en su automóvil ven bultos de mantas y sacos en los alrededores de estos museos y no se detienen a averiguar quiénes los componen. Avezados a convivir con la miseria del planeta -pues ese contraste proporciona sentido a su riqueza-, entienden el arte como subasta o inversión y ni se les ocurre imaginar que en la alta madrugada, mientras ellos disparan su velocidad por el paseo de la Castellana, hay entre los que se abrigan con cartones unos abnegados que velan por las pinturas de Velázquez, Tiziano o Rubens. Y que esa devoción, tan profesional como la de una enfermera con su paciente, les lleva a cumplir un sueño muy querido: introducirse en estas galerías venerables -a esta hora desoladas, tenebrosas y sin celadores que les prohíban el paso- y ubicarse junto a sus obras predilectas.

¡Cuántas veces no habrán deseado quedarse a solas ante sus cuadros favoritos! Felices de convivir con Las Meninas o el Guernica, pues no ha de perturbarlos la vecindad de las infantas de España ni la rociada de bombas nazis, están tan plácidamente acomodados con los héroes de otros siglos y otras geografías -nada digamos de aquellos que por arrimarse a los delirios de El Bosco tienen una noche movidita- que no se dan cuenta de que estas criaturas aprovechan ese éxtasis de su público, la oscuridad del local y el ocio reglamentario de los vigilantes para salir del marco en el que se exhiben. Por procedimientos no averiguados hasta ahora, bodegones, marinas, acuarelas y óleos abandonan sus residencias y se congregan en el Jardín Botánico. La llama que en la plaza de la Lealtad honra al soldado desconocido alumbra este trasiego.

Y es que estos entes de ficción han oído hablar tanto de la noche de Madrid como los turistas. Muertos de curiosidad, enanos, hilanderas, jinetes y cortesanas se adentran en la geografía madrileña sin embozarse ni disimular sus rasgos. Saben que, por singular que nos parezca su caracterización -pensamos, por ejemplo, en los mártires de Ribera-, no desmerecen si se les compara con el mendigo portugués, el traficante africano, el masajista indonesio, el forzudo eslavo, la hetaira caribeña y cuantos cosmopolitas y hampones se apoderan de la urbe mientras la mayoría de la población reposa.

Cuando el alba se insinúa en el gas de las farolas, regresan de su excursión por las entrañas de Madrid las majas y los monarcas, los jesucristos, las vírgenes, las magdalenas, los arlequines y los bufones y blandamente se acomodan en el espacio que les corresponde por catálogo. Coinciden a esa hora en el bar más brillante de Atocha los que festejan la suerte en el bingo y el que llega de La Mancha a encaramarse al andamio del Encinar de los Reyes. Ya muchos trabajadores de mono o de cuello blanco se estancan con su automóvil en Orcasitas, Torrelodones o Alcorcón. Los que durmieron al lado de los cuadros despiertan de su fantasía y los más impacientes no ven llegado el momento de que el Prado, el Reina Sofía o el Von Thyssen abran sus puertas. Y justo en este momento, quiere la aciaga fortuna que, para rematar el ensueño, un fantoche de guiñol de uniforme verde oliva, con bigotón y tricornio, descienda por la carrera de San Jerónimo con la pistola en la diestra y por amor a la patria ordene "todos al suelo" tratando de ocupar un hueco en las pesadillas de Goya.

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