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SAQUE DE ESQUINA | FÚTBOL 25ª jornada de Liga
Columna
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Estallar en Mestalla

Las alarmas han saltado en Chamartín, Mestalla y Riazor: en plena tormenta de nieve, el Barça ha despertado de su sueño invernal y empieza a rugir con profundidad, como sólo saben hacerlo las fieras que reclaman un territorio y los candidatos al título de Liga.

Después de cuatro años de modorra, aún es imposible saber si se trata de un caso de lucidez provisional o si estamos ante una verdadera resurrección. Los indicios son alentadores; hace un mes, el equipo estiró los músculos, arqueó el lomo, se afiló las garras en el pavimento, exhibió la dentadura de Ronaldinho, Puyol y Edgard Davids y en cinco minutos recuperó algunos de los metros que había cedido bajo el influjo de la maldición de Gaspart.

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En un principio, los seguidores prefirieron mirar hacia otro lado: al fin y al cabo, Frank Rijkaard movía el banquillo en un régimen de libertad vigilada. Recibía las continuas visitas de Txiki Begiristain, Johan Cruyff y otros emisarios del barcelonismo militante, bajaba los ojos a la moqueta en un gesto de resignación y, confinado en sus dos últimos reductos, el despacho del presidente y la taquilla del vestuario, parecía perdido en la maraña de nombres, números y rumores de destitución.

Antes que nuevos jugadores, el equipo necesitaba un plan. Sometido a continuas modificaciones, el llamado dibujo táctico estaba falto de simetría; a veces era una ameba y a veces una mancha de aceite. Además, las primeras victorias de la serie llegaban in articulo mortis. Tenían el sello de la desesperación y nos hacían pensar en un conocido efecto providencial; es decir, en la cortina de humo con que los dioses ocultan el auténtico problema. De nuevo, aquellos eran los triunfos cortos, sudados y mordidos que suelen distinguir a los supervivientes. Representaban, más que la bendita suerte del campeón, la maldita suerte del principiante.

Frente a tan malos presagios, Rijkaard y sus chicos aceptaron el papel de convalecientes. Se limpiaron de barro, plancharon los uniformes, reemprendieron la marcha, y en eso llegó Davids, un pequinés con gafas de miope que se agarra a las pelotas como un mastín. Inicialmente, aquel fichaje de urgencia no parecía la solución; procedía de la trastienda de la Juve y el calcio lo había pasado por su trituradora. En resumen, podía ser uno de esos jugadores de primer nivel que el fútbol italiano convierte en tipos de vuelta. Por fortuna, ya ha demostrado que aún conserva la mejor de sus cualidades: como Eric Cantona o Nobby Stiles, él sólo sabe jugar enfadado.

Aunque no estará en Valencia, quizá haya transmitido al Barça la dosis de combustible necesaria para resolver en un solo envite el dilema del próximo partido y el próximo futuro. Ha llegado la hora de incendiar la Liga o de arder en el intento.

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