¿Árabe en la escuela pública?
El pasado mes de enero, en respuesta a una petición de la ministra delegada de Asuntos Exteriores y Cooperación de Marruecos, Nouzha Chekrouni, el consejero de Enseñanza, Josep Bargalló, no descartó la posibilidad de que en las escuelas públicas de Cataluña se enseñara árabe. Josep Antoni Duran Lleida rápidamente rechazó la posibilidad de introducir la enseñanza del árabe en las escuelas porque se corría el riesgo de "desnaturalizar el país", aunque defendió la necesidad de "garantizar la integración".
Muy mal debe de estar el país para verse amenazado porque unos miles de alumnos estudien árabe. O mucha más capacidad de desnaturalización debe de tener el árabe que el inglés, que estudian centenares de miles de alumnos. O quizá sólo sea una obsesión, fruto de los prejuicios contra una determinada cultura o religión, que lleva a plantearse la pregunta: ¿pueden los musulmanes sentirse catalanes? Una pregunta realmente perversa porque, como sostiene Joseph H. Carensen, profesor de Ciencia Política de la Universidad de Toronto, es inadmisible que "el reconocimiento de la pertinencia plena y al trato igualitario dependan de la asimilación cultural, a adentrarnos en un camino peligroso. Sería proponer que la pertinencia social puede definirse en términos de conformidad social...".
La cuestión de la enseñanza de otras lenguas en la escuela pública no debería asustar a nadie. Más bien al contrario. Bastante se ha pagado ya con la desaparición del francés (todo un referente cultural hace sólo un par de décadas). La situación actual es la de una sociedad cada vez más compleja con referencias identitarias diversas, múltiples e igualmente legítimas, y eso debe verse como una riqueza cultural para preservar y no al revés. La adscripción a un proyecto nacional común se da a través de la identificación de los ciudadanos con un código de deberes y derechos compartidos que no anulan otras referencias. El día que se entienda que la inserción de la inmigración pasa por hacer de los inmigrantes ciudadanos de primera se habrá dado un gran paso adelante y, quizá, dejarán de ser problema cuestiones que contaminan el debate y lo alejan de los problemas reales, que no son de índole cultural y religiosa, sino de precariedad, ilegalidad y marginación.
El 31 de diciembre de 2002 (Anuario Estadístico de Extranjería, Ministerio del Interior, 2003), residían en el Estado español 1.324.001 extranjeros (el 3,2% de la población total), de los que el 29,7% eran ciudadanos de la Unión Europea y de países desarrollados, mientras que el resto procedía de Marruecos (282.432), Ecuador (115.302), Colombia (71.238), China (45.815), Perú (39.013), República Dominicana (32.412), Rumania (33.705) y otros países poco desarrollados. De ese segundo grupo, residían en Cataluña el 28,4%, lo que representaba el 4,2% de la población catalana. Un poco más del 40% eran mujeres y la media de edad oscilaba en torno a los 32 años. Procedían principalmente de Marruecos (103.211), Ecuador (20.209), Perú (15.125), China (14.891), Colombia (10.920), Pakistán (10.635), República Dominicana (9.550) y Gambia (8.916).
En el curso 2002-2003, 34.676 hijos de residentes extranjeros asistieron a la escuela en Cataluña, lo que supone el 3,5% del alumnado catalán (y el 17,2% del alumnado extranjero estatal). El 89,5% procedía de países poco desarrollados y el 84,4% estaba escolarizado en centros públicos. En otras palabras, los alumnos procedentes de países ricos se escolarizan preferentemente en centros privados, donde por ahora nadie ha planteado problemas de conflicto cultural, mientras que los procedentes de países pobres se escolarizan en centros públicos, donde el supuesto conflicto cultural oculta los problemas de orden económico y de falta de formación. La red pública asume la escolarización de los alumnos extranjeros con menos recursos y lo hace, además, de forma desigual, porque en algunos centros el porcentaje supera el 20%, el 30% o más.
En primer lugar, de todo lo an-terior, cabe deducir que la falta de recursos en la red pública está generando graves problemas que no sólo afectan a los hijos de inmigrantes, pero que se agudizan cuando éstos son muchos y precisan un apoyo individualizado. En segundo lugar, la escuela desempeña un papel fundamental en la inserción de la inmigración. En la escuela, se juega buena parte de la cohesión social futura. Y en esa línea resulta acertado ofrecer clases de árabe y de amazig (la lengua materna de muchos marroquíes no es el árabe), y, en un futuro, de otros idiomas, ya sea como segunda lengua extranjera o como actividad extraescolar. De esa manera, habría una alternativa laica para el aprendizaje de esos idiomas, que hasta ahora, frecuentemente, está en manos de centros no regulados donde muchas veces la lengua es el pretexto para difundir una ideología religiosa profundamente reaccionaria. En tercer lugar, convendría revisar los textos escolares, pues, a menudo, el tratamiento del islam y de otras culturas adquiere tonos despectivos o de enfrentamiento, empezando por el término reconquista. En cuarto lugar, la lucha por las libertades pasa hoy también por los derechos y los deberes de los inmigrantes. Deberes y derechos que tampoco pueden esgrimirse como justificación de prácticas aberrantes escudándose en el relativismo cultural. Ni, en el otro extremo, abogar por determinadas imposiciones propias de un fundamentalismo laico que atenta contra el artículo 14 de la Constitución (nadie será discriminado "por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión...") y el preámbulo del Estatut (asegurar "una qualitat de vida digna per a tots els que viuen, resideixen i treballen a Catalunya"). Por último, para poder actuar eficazmente sobre todas estas cuestiones, resulta cada vez más urgente que la Generalitat asuma competencias plenas en políticas inmigratorias.
Antoni Segura es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Barcelona.
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