Una alegría indescriptible
De La tierra purpúrea (1885), la mejor y más afamada de las novelas de Hudson, dejó dicho Borges que "es de los muy pocos libros felices que hay en la tierra". ¿Cuáles serían los otros? El mismo Borges sugiere uno más: Las aventuras de Huckleberry Finn, de Mark Twain, "también americano, también de sabor casi paradisiaco". Pero, escrito asimismo por Hudson, cabe señalar aún otro: Allá lejos y tiempo atrás, sus memorias de infancia, transcurrida en la Pampa argentina. Un libro que irradia felicidad. Y que la contagia. Una lectura impagable, cuya sola recomendación constituye ya una bienaventuranza, capaz de infundir incluso al más enojado reseñista una actitud beatífica e implorante.
ALLÁ LEJOS Y TIEMPO ATRÁS
William Henry Hudson
Traducción de Miguel Temprano García
Acantilado. Barcelona, 2004
328 páginas. 18 euros
Al comienzo de su libro, William Henry Hudson (Quilmes, provincia de Buenos Aires, 1841-Londres, 1922) cuenta cómo lo escribió en el transcurso de unas pocas semanas, mientras convalecía de una grave enfermedad. Corría el año 1918. Hudson, hijo de unos emigrantes norteamericanos que en 1833 desembarcaron en Argentina, donde él y sus hermanos se criaron, llevaba más de cuatro décadas instalado en Londres (pues siempre se sintió hijo de Inglaterra, de donde eran sus ancestros), y gozaba allí de un respetable crédito como escritor y naturalista. "El segundo día de mi enfermedad", cuenta, "durante un momento de relativa mejoría, me asaltaron los recuerdos de mi niñez y, de pronto, tuve ante mí aquel pasado, lejano y olvidado, como nunca lo había tenido antes". En una suerte de epifanía, Hudson revivió con particular intensidad el periodo más feliz de su vida, entre los cinco y los quince años, antes de que su adorada madre falleciera y él mismo fuera víctima, apenas entrado en la adolescencia, de unas violentas fiebres reumáticas que debilitaron para siempre su corazón y socavaron su alegría vigorosa.
Aquella fue para él "una experiencia maravillosa". "Estar allí, apoyado en los almohadones en la habitación poco iluminada...; estar allí despierto, febril y enfermo y dolorido, y al mismo tiempo estar a miles de kilómetros de aquel lugar, bajo el sol y el viento, disfrutando de otras vistas y otros sonidos, ¡feliz otra vez con aquella felicidad perdida y ahora recobrada!".
La felicidad de un paraíso: el de la Pampa infinita y su alto cielo antes de la industrialización agrícola y ganadera. La felicidad de una infancia transcurrida en un estado de extrema libertad, de dichoso asilvestramiento moral, de receptividad apasionada, templado por unas extraordinarias dotes contemplativas y un extático sentimiento de la naturaleza. La felicidad de recobrar todo esto y de acertar a volcarlo, con deliberada inmediatez, en un estilo asombrosamente reflectante de tanto y tanto resplandor. De tales felicidades superpuestas está compuesto Allá lejos y tiempo atrás, que antes que un relato autobiográfico viene a ser el emocionado recuento de un tropel de personajes, de paisajes, de escenas, de impresiones, de sentimientos evocados bajo una luz vivísima.
La Pampa de Hudson es un
escenario casi metafísico: una sola inmensidad partida en dos por un horizonte rectilíneo ("un anillo perfecto de color azulado y neblinoso sobre el que reposa la bóveda cristalina del cielo, por encima del mundo verde y raso") del que, uno tras otro, emergen con nitidez una serie de caracteres fascinantes: los dueños de las estancias vecinas (criollos o inmigrantes, en su mayoría ingleses, hacendados o simples granjeros), con sus familias abundantes y su servidumbre; gauchos indómitos y feroces cuchilleros; vagabundos, pícaros, desertores.
En la salvaje amplitud de la Pampa tienen cabida todas las sensaciones, todas las experiencias, todas las iniciaciones. Y en la misma lejanía inabarcable de la que brotan terminan por sumirse de nuevo, una vez traídas a presencia del lector, todas las vivencias recobradas por Hudson; como esas novelas que, según cuenta, llegaban muy raramente al hogar familiar y que, una vez leídas, eran prestadas "al vecino más próximo, que vivía a ocho o nueve kilómetros, y éste, a su vez, prestaba a otro que vivía a cuarenta kilómetros, y así hasta que se perdían en el espacio".
El libro viene a constituir una especie de relato de aprendizaje en clave pastoral, con algunos trazos característicos de western. Solo o en compañía de sus hermanos, el pequeño William galopa de un lado a otro de la llanura montado en su poney, primero, y más adelante en su caballo, abierto a todas las aventuras y sin perder de vista a los pájaros que él nunca se cansa de observar, invirtiendo en ello horas y más horas, hasta ganarse en toda la comarca una precoz reputación de experto en ciencia tan peregrina como podía ser, en aquellos lares, la ornitología, que en la vivencia paradisiaca de Hudson viene a ser una suerte de angelología.
Resulta imposible destacar
ningún pasaje en particular de un libro que es memorable en su integridad. Con los capítulos más imbuidos de un animismo casi panteísta, o con los que se llenan de la mirada vivaz del aprendiz de naturalista, contrastan los dedicados a Buenos Aires (por entonces una capital ruidosa y polvorienta, al sur de la cual emanaba su hedor insoportable El Saladero, donde a diario se sacrificaban miles de vacas), a la tiranía de Rosas (de quien los padres de Hudson eran fervientes admiradores), a las ferocidades del gauchaje.
Ya hacia el final, abocado al traumático final de su infancia, el conjunto entero de sus recuerdos se llena para Hudson de una luz crepuscular, sabedor como es de que ya nunca podrá contemplar de nuevo "la imagen de una belleza que ha desaparecido de la faz de la tierra". Pero los tonos elegiacos de las páginas finales apenas logran ensombrecer la evocación de esa belleza -"las nubes de pájaros relucientes, los reclamos salvajes y sobrecogedores, la alegría indescriptible que supusieron para mí durante aquellos años"-, que entretanto queda impresa en el lector de un modo indeleble.
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