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Columna
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Quietismo presidencial

Amigos, conocidos, saludados, escépticos, confiados, represaliados, egoístas, marginados, arbitristas, nacionalistas, valencianistas, catalanistas (también), editores, editoriales, periódicos, periodistas, empresarios (no todos, ni siquiera la mayoría), asociaciones empresariales (más en singular que en plural), militantes, concejales, alcaldes, diputados provinciales, diputados autonómicos, algún que otro senador, miembros del Consell (tampoco todos, pero sí la mayoría), simpatizantes, votantes del PP y -por qué no- algún militar sin graduación esperan un milagro el 15 de marzo. Qué digo un milagro. Mucho menos: un gesto, una sonrisa, un arqueo de cejas, una ojera delatadora. Cualquier cosa, por pequeña que sea, que se asemeje a un indicio, una señal, un signo del que se intuya, se desprenda, se infiera que el presidente de la Generalitat, tras el paréntesis obligado de una inacabable campaña electoral en la que su primera y única obligación ha consistido en no hacerle olas al ministro de Trabajo aún a costa de tragar carros y carretas, se ha decidido a gobernar sin más hipotecas que las presupuestarias legadas por sus antecesores y las que él mismo decida asumir por su cuenta y riesgo.

La cuestión es si hay base fundada para confiar en que Francisco Camps abandonará el quietismo en que está instalado, se supone que por fuerza, para tomar él -no algunos de sus consejeros, que sí lo hacen- determinadas decisiones por incómodas que sean para otros. Un repaso al pasado próximo, hoy tan remoto, conduce a una respuesta afirmativa. Mayor todavía si se aísla el ruido que provoca la batalla interna del PP valenciano y se analizan las iniciativas desarrolladas por el Consell. Pero los hechos objetivos no bastan para consolidar la personalidad del presidente que aparece desdibujada, consumiendo más energías en la defensa de las puyas de sus correligionarios que en la articulación de una política propia. De ahí que, en no pocas ocasiones, sus palabras transmitan tan poca credibilidad, como si al propio Camps le costara aceptar el contenido de los mensajes que emite. En las últimas semanas sólo se le ha visto convincente en su defensa de Carlos Fabra; pero incluso en este caso parece que no haya tenido otra alternativa que hacer de la necesidad virtud. Dicho de otra manera: no puede abandonar al único dirigente territorial de su partido que le apoya en su pulso con Eduardo Zaplana porque, si tal hiciera, quién de entre los suyos confiaría en el futuro en la lealtad del presidente. Y Camps no puede permitirse el lujo de renunciar a uno solo de sus compañeros de viaje en esta aventura de final incierto. Aunque ese compañero sea tan poco presentable como el presidente de la Diputación de Castellón.

Las esperanzas de no pocos, pues, están puestas en lo que pueda suceder a partir del 15 de marzo, aunque sean un tanto desesperanzadas vistas las acciones, omisiones y renuncias del presidente de un tiempo a esta parte. Claro que no tienen más remedio que seguir confiando en su persona y en la conclusión de un análisis: La realidad no puede empeorar. Salvo que Camps dé por buena una de las definiciones del concepto "quietismo": Actitud de apatía e indiferencia, basada generalmente en la aceptación fatalista de cuanto sucede.

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