La soledad del héroe melancólico
Pantani no superó los incidentes del Giro de 1999, en el que sintió que le robaban su historia
En el fondo de los ojos de Marco Pantani siempre se veía, oscuro, un poso de tristeza. Pantani estaba triste cuando levantaba los brazos, ganador, avasallante, una vez tras otra en todos los finales en alto del Giro de 1999. Ganaba por rabia, por obligación, por odio. Ganaba en el Gran Sasso, en Oropa, en Alpe di Pampeago, y dejaba en nada a los mejores escaladores del momento, al Chava, a Simoni, a Heras, a Gotii, a Jalabert. Nada le hacía feliz. Ganarlo todo, no dejar nada a nadie, ninguna migaja.
Era de lo más desagradable.
La afición, deseosa de crearse otro mito, de creerse a su héroe, tampoco lo entendía. No había generosidad, solidaridad. Sólo egoísmo. Y tristeza en los ojos.
Pantani decía: "Lo gano todo y me siento triste". Él no entendió el súbito despertar de aquella pesadilla el 5 de junio a las siete de la mañana. No entendió que su Italia le quitase no sólo aquel Giro que ganaba por goleada, sino también su pasado. No entendió que le mancharan para siempre su pasado, su histórico doblete Giro-Tour del 98 -por fin un italiano lo repetía, 46 años después del campionissimo Fausto Coppi-, que le robaran su historia. Pocos entendieron aquella mañana que aquello era el fin de Pantani. Lo supo enseguida el campeón, que se cortó la mano cuando furioso, rabioso al saber que le habían cazado, que su hematocrito del 52% le impedía seguir, destrozó un espejo de la habitación. Aquel día que tuvo que salir del hotel escoltado por policías se sintió más solo que nunca. Ningún compañero del pelotón quiso estar con él.
Aquel Giro estaba triste Pantani, pero también se sintió solo y vacío cuando ganó el Tour, aquel julio del 98 en que fundió a Ullrich en el Galibier, el último año en que se ha visto a un ligero escalador, un ciclista prehistórico que atacaba a fogonazos, que esprintaba en cada curva del colosal puerto alpino, derrotar a un poderoso rodador, al tremendo alemán Ullrich, en el Tour. Éste es un suceso que ocurre escasas veces. Ocurrió con Gaul (1958) y Bahamontes (1959), con Van Impe (1976), con Delgado (1988) y con Pantani.
Pantani, que durante los movimientos de protesta contra las intervenciones policiales en la carrera del caso Festina, ya se había expresado con claridad, había elaborado su discurso sobre el comportamiento de los corredores como ovejas, "como ovejas negras", impuesto un nuevo look al ciclismo, un look discotequero, de discoteca de costa, cabeza rapada, bandana de pirata, aros en las orejas, perilla teñida de rubio, a juego con el maillot amarillo, se convirtió en icono popular, en modelo imitable. Pero ni siquiera así se sintió pleno. Ni cuando en Cesenatico, la ciudad desde la que se ve la costa dálmata brillando las noches claras, la ciudad que mantiene como un monumento inútil, pegado a la playa del poniente, el primer rascacielos de cemento y hormigón construido en Italia, le recibieron millares de personas como un héroe, con un discurso del presidente del Gobierno, Romano Prodi; con los aplausos de un gran paisano, el entrenador Alberto Zaccheroni, y con un cuadro pintado por otro paisano, Dario Fo, premio Nobel de literatura: Pantanimachia.
Pantani se compró una casa en las afueras y la pintó de amarillo; su madre cerró el quiosco de piadinas -bocadillos con pan caliente: a Pantani le encantaba los de nutella-; todos estaban dispuestos a disfrutar de la felicidad.
Todo eso había conseguido el chavalillo de orejas de soplillo que iba siempre al colegio con una navaja para defender a los compañeros más débiles; aquel ciclista joven que ganó el Giro amateur del 92, a los 22 años; aquel corredor medio calvo, voz tranquila y mirada decidida que se dio a conocer en el Giro del 94, cuando terminó segundo tras Berzin y por delante de Indurain; cuando ganó en Merano y destronó a Chiappucci y Bugno; cuando ganó en Aprica, el día que Indurain se encontró con sus límites después del Mortirolo; aquella figura trágica que se destrozó una pierna en una Milán-Turín cuando chocó de frente contra un jeep que se había saltado los controles unas semanas después de lograr el bronce tras Olano e Indurain en el Mundial de Colombia 95. Todo eso tenía y no era nada. Necesitaba encontrarse.
Especialista en ascensiones fulgurantes, en batir récords de subida en todos los puertos, Pantani fue también el mejor de los descendedores. Viajó al infierno, a su infierno personal, a toda velocidad tras el incidente de Madonna di Campiglio. Y allí se quedó. Su vida fue después un tormento de juicios y procesos, de asuntos de dopaje, de páginas de sucesos, de accidentes de coche, de salidas sin retorno. Él siguió perdido, solo, sin entender nada, como el viejo cowboy que no sabe que los tiempos han cambiado, que las querellas ya no se ajustan con duelos al mediodía, a disparos de colt, sino en la mesa de un juez, en la oficina de un político. "Un hombre", como dijo Gimondi, que le protegió hasta que Pantani rompió con él, "que parecía fuerte, pero que en el fondo era frágil y sensible".
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