_
_
_
_
_
SAQUE DE ESQUINA | FÚTBOL | 24ª jornada de Liga: Madrid-Valencia, el nuevo clásico
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Coraza y esgrima

Ahí viene el Valencia, con los tacos remachados, el chaleco antibalas bien ceñido y el escudo de batalla colgando del murciélago. Por lo que le hemos visto en las últimas semanas, ha templado la armadura en un lago de zumo de naranja y hoy es una división blindada o, mejor dicho, un espinoso cuerpo de ejército que pincha o corta según convenga a las necesidades del partido.

Todo indica que, después de varios años de hacerle marcar el paso, Rafa Benítez no sólo ha conseguido la cuadratura del círculo, sino la de la rueda de molino. Y, aunque se queje tanto, no parece que importen mucho los nombres de sus figuras: un día el jefe de operaciones se llama Aimar, al siguiente Marchena y al otro Baraja, pero el Valencia siempre es el mismo. Sale al campo, monta la formación, escupe media docena de perdigones y ensaya el abrazo de la serpiente. Poco después, los circuitos del contrario se interrumpen, sus conexiones ceden y sus debilidades empiezan a manifestarse en una secuencia abrumadora: primero pierde la paciencia, luego la posición y finalmente la compostura. Bien podemos decir que Rafa se hizo cargo de un equipo de fútbol y hoy gobierna un equipo de demolición.

Más información
Ronaldo, la gran obsesión de Ayala

El Madrid, en cambio, plantea la competencia como un concurso de habilidades. Casi todos sus jugadores tienen el imperceptible don natural que convierte a un intérprete en un compositor. Para ellos no hay dibujo ni partitura, así que cada cual interviene en la jugada a su manera; no tanto como lo haría un músico clásico, sino como lo haría un artista de jazz. De este modo, cada maniobra de ataque es una abigarrada sucesión de efectos visuales, y cada efecto, una demostración de armonía corporal.

Si el solista es Roberto Carlos, el hombre que lleva un bote de pólvora en cada pantorrilla, seremos testigos de un turno de fogonazos que probablemente terminará en un disparo de mortero. Mientras Beckham nos ofrezca su habitual sesión de disciplina inglesa, con Raúl disfrutaremos de una sorda demostración de malicia suburbana en la que todo gesto equivaldrá al despliegue del trilero: sólo será el cebo que conduzca a una trampa mortal.

Cuando llegue Ronaldo, todos los toros se pondrán de pie. Uno por uno, entrarán en su cuerpo, mugirán, hincharán la tabla del cuello, romperán a galopar y meterán los riñones en la embestida. Luego, el área olerá a cuerno quemado y, pim, pam, pum, la barrera saltará por los aires en una orgía de astillas y tónico muscular.

Es preciso reconocer que cuando el artista se llama Zidane las cosas cambian. Arde París, se encienden las farolas de la Castellana y los relojes se ponen a tocar la pelota y La Marsellesa a un mismo compás.

Si gana el Madrid, viva la danza; si gana el Valencia, música militar.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_