Infiernos
En una calle de cualquier ciudad, tras una ventana iluminada donde se ve una salita de estar con un tresillo, una mesa camilla y un televisor encendido, transcurre una escena cuya mera posibilidad produce un chispazo de pavor. A esa hora, poco antes de la madrugada, una mujer recoge a toda prisa algo de ropa, despierta a su hijo pequeño y sale de su propia casa tan despavorida que ni siquiera se da cuenta que no lleva puestos los zapatos. Así comienza la película Te doy mis ojos, en la que Icíar Bollaín no sólo analiza las raíces más profundas del miedo, sino que trata de indagar con honestidad en los mecanismos de dominio, deshilando los flecos de la gravísima atracción de amor y de odio que se establece entre algunos seres humanos. No hay ningún foso que separe ese hogar del resto del vecindario, ninguna frontera visible que marque los límites del infierno. A veces los ojos que habitan esa realidad cerrada de una habitación son también unos ojos normales, tal vez incluso serenos, como los ojos de cualquiera y por ello no inspiran recelo.
Igual sucede en el corazón del bosque a esa hora en que la hierba está húmeda y hay un olor muy agreste que tiene que ver con la ley de la selva que dominaba el mundo antes de las civilizaciones, es decir, con la disposición para matar. Quizá el impulso primitivo que lleva al lobo sigilosamente hacia el claro donde pasta el cordero es el mismo que hace que una mujer vuelva el cuello tiernamente y se quede inmóvil durante un segundo ante el hombre que tiene enfrente empuñando una navaja. Algunas presas se quedan paralizadas porque en el miedo siempre hay algo de obediencia y mansedumbre. "Estate quieta", repetía un hombre de 23 años a su pareja mientras la violaba después de haberla apuñalado, "tienes que morir con dignidad".
Dentro de esa crueldad cotidiana que a veces preside la vida de las parejas, la pastoral de los obispos ha caído como una soga desde el patíbulo sobre el cuello del ahorcado. Y es que la doctrina que inspira el texto episcopal recuerda demasiado los tiempos de aquella España que se apostaba con rosarios y cilicios a la entrada de los primeros cines donde se estrenaba Gilda, porque Rita Hayworth, aunque de belleza celestial, no era fácilmente reconvertible en sumisa esposa como mandaban -y al parecer siguen mandando- los cánones patriarcales de la Santa Madre Iglesia .
Cuesta creer que en pleno siglo XXI el debate teológico haya descendido a niveles tan preconciliares, sobre todo con los problemas que tiene planteados la Iglesia: los escándalos de pederastia, los casos de corrupción, las violaciones en el ámbito de las comunidades misioneras o en la catequesis de las parroquias... En otro tiempo esta misma iglesia que considera la violencia doméstica como "un fruto amargo de la libertad sexual", quemó vivo a Bruno en la Piazza dei Fiori de Roma por creer en el infinito. Desde entonces la jerarquía católica ha hecho de la doble moral un estilo de vida. Cuando los obispos atacan el divorcio, en el fondo están defendiendo una situación en la que únicamente los que podían pagarse las altísimas sumas exigidas por la Santa Rota, lograban una anulación matrimonial.
Sólo cabe imaginar un horror más hondo que el de dos personas forzadas a vivir juntas, haciéndose la vida imposible. Y es el de saber que hay quien puede estar transmitiendo los valores de dominación y acatamiento a las niñas y a los niños de hoy convirtiéndolos en las víctimas y los verdugos del futuro.
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