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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Museo de nostalgias

Hay novelas que se lo juegan todo en la primera frase. O en el primer párrafo. O en la primera página. En un puñado de palabras declaran todo lo que son, todo lo que pueden llegar a ser, de forma que el lector sabe enseguida a qué atenerse, y cuánto le importa.

El camino de los ingleses, novela con la que Antonio Soler acaba de obtener el Premio Nadal, empieza así: "En el centro de nuestras vidas hubo un verano. Un poeta que no escribió ningún verso, una piscina desde cuyo trampolín saltaba un enano con ojos de terciopelo y un hombre al que una noche se llevaron las nubes. Los días cayeron sobre nosotros como árboles cansados".

A quien se sienta cautivado o simplemente atraído por el intenso preciosismo de este párrafo, de poco ha de servirle la lectura de lo que sigue. Le bastará saber, para su contento y su recreo, que la novela entera constituye no tanto la prolongación como el relleno de estas primeras frases. Que en rigor no ocurre nada más, literariamente hablando, de lo que se columbra a partir de ellas.

EL CAMINO DE LOS INGLESES

Antonio Soler

Destino. Barcelona, 2004

350 páginas. 19,50 euros

Pero cabe imaginarse a un lector que se pregunte qué demonios quieren decir estas frases. Que no se sienta interpelado por el blando enigma que proponen. Que desconfíe de su vistoso brillo. Y a este lector también conviene advertirle, para empezar, que toda la novela está ahí; que, de hecho, la novela entera traza un larguísimo bucle para llegar exactamente ahí, a esas frases iniciales, que ya hacia el final del libro (concretamente en la página 324) dice el narrador haber anotado un día melancólicamente, asaltado por los viejos recuerdos.

Un verano: el último verano de la adolescencia de unos cuantos muchachos en una ciudad de provincias.

Un poeta incumplido, un ena-

no saltarín, un hombre (el padre de uno de esos muchachos) desaparecido sin dejar rastro: protagonistas o simples comparsas de una abultada troupe de personajes estereotipados, más o menos "entrañables", más o menos portentosos, que entonan a coro la elegía de los sueños rotos, de la inocencia perdida.

Y esos días cayendo como árboles cansados: palabras bonitas y vaporosas que con su acusado lirismo excitan la sentimentalidad del lector.

Todo está ahí.

Con arte primoroso, con técnica a ratos magistral, con un lenguaje pulido e irisado, Antonio Soler (Málaga, 1956) ha construido de nuevo una admirable pieza de bisutería narrativa. Sus destellos son reales, y poco ha de importarle, a quien se complace con ellos, si son vidrios o cristales los que los producen. Pero son vidrios, que conste. Añicos de una estampa mil veces repetida de la vida de provincias, de la más tópica imaginería de las novelas de iniciación y adolescencia. Añicos de libros ya escritos, de películas ya vistas (uno piensa en un remake de Amarcord rodado por José Luis Garci), ensartados con gruesos hilos de melodrama.

Sobre la artificiosidad de los materiales empleados ofrece una pista el hecho de que la novela se desarrolle en una especie de limbo geográfico e histórico. Leves indicios sugieren que la ciudad de provincias que sirve de escenario a la novela, una ciudad costera al sur de Despeñaperros, podría ser Málaga, y que el narrador, cuyo nombre es Antonio, podría ser un trasunto más o menos retocado del propio autor, quien por su parte ha declarado que las cosas que cuenta podrían haber ocurrido hace veinte años, es decir, hacia comienzos de los ochenta. Pero lo cierto es que la novela, vaciada de todo anclaje en una realidad concreta, podría también transcurrir en los años cincuenta o sesenta, y lo mismo en Málaga que en Torrevieja, o que en Girona: en un tiempo y un lugar, en cualquier caso, en el que los adolescentes no van al cine ni ven la televisión, tampoco juegan al fútbol ni mucho menos fuman porros, y se masturban pensando en la maciza dependienta de un establecimiento de ultramarinos que pretende parecerse a Lana Turner.

Algo semejante ocurre con la voz narradora, que se modula desde una perspectiva presuntamente testimonial, autobiográfica, pero que transita imperturbablemente del yo a la omnisciencia, siempre amparándose en el arrebatado lirismo que en definitiva impregna todo el relato.

Antonio Soler es experto en combinar el lirismo con registros hasta cierto punto contrapuestos, muy en particular con una tendencia al tremendismo que en esta novela aparece sustituida, en buena medida, por amables trancas de humorismo costumbrista. Pero lo más frecuente es que se le vaya la mano con el preciosismo al que irresistiblemente tiende su prosa. Y que así llegue a ocurrir, por ejemplo, que para decir cómo los años hubieron de marchitar la belleza de Luli Gigante, la chica más guapa del barrio (por cuyo amor compiten Miguelito Dávila, el poeta que nunca escribió, y el arrogante Rubirosa, el representante de ropa interior que trata de camelar a Luli), Soler escriba: "Y los pétalos caídos de su juventud adornaron para siempre la alfombra de adoquines viejos y asfalto cuarteado de aquel barrio".

En 1975, Francisco Umbral

obtuvo el Premio Nadal con Las ninfas, que el propio autor definía como una "novela de la adolescencia y la provincia". Casi tres décadas después, Antonio Soler repite fórmula con El camino de los ingleses, que se mantiene en una parecida banda retórica, sin adelantar un paso. La comparación entre una y otra novela arrojaría desalentadoras conclusiones, en particular acerca de la sentimentalidad mucho más tipificada y convencional, abstraída de su propio tiempo, en la que Soler se regodea.

El narrador de El camino de los ingleses se refiere en un momento dado al mucho tiempo que tardó la nostalgia en franquearle "las puertas de su pequeño y saqueado museo". Y con eso parece, al cabo, estar construida esta novela: con los expolios a un museo de la nostalgia, con recuerdos genéricos e impersonales.

Con eso y con frases relucientes, entre las que menudean los ripios moralistas, especialmente en las arrebatadas soflamas que a Miguelito Dávila le suelta la Señorita del Casco Cartaginés, con la que se acuesta furtivamente. Ripios como el que sigue, que actúa como leitmotiv del libro, y que podría servir de eslogan de una compañía aseguradora: "El mundo ha hecho un largo camino hasta llegar a ti".

Aunque suele pasar que la cosa todavía suba más de colorido y al lector le entren al final ganas de preguntar lo que Moratalla le pregunta a Miguelito Dávila cuando a éste se le va la boca: "Joder, Miguelito, cómo te pones con las poesías. ¿Eso lo has leído en un libro o te lo has inventado tú?".

Antonio Soler, izquierda, y Javier Puebla, en la entrega del Nadal.
Antonio Soler, izquierda, y Javier Puebla, en la entrega del Nadal.VICENS GIMÉNEZ

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