'Pro domo sua'
La verdad, no sé de qué se extrañan. Me refiero a todas esas personas y colectivos que se han indignado y han protestado por el contenido del Directorio de la Pastoral Familiar de la Iglesia en España, que la Conferencia Episcopal hizo público la pasada semana. No hay razón alguna para escandalizarse, puesto que la institución eclesiástica ha hecho lo que hizo siempre: barrer para casa o -dicho en latín, que queda más propio- actuar pro domo sua, tratando de explotar en su beneficio cualquier circunstancia susceptible de serlo. Todavía hace unas cuantas décadas, si la meteorología inclemente daba lugar a una "pertinaz sequía", el clero se apresuraba a organizar rogativas y procesiones para impetrar la lluvia; de este modo, erigiéndose en dueño del grifo de los cielos, fortalecía su poder social. Siglos atrás, cuando una epidemia azotaba determinada región, curas y frailes la presentaban como un castigo divino por los pecados de sus habitantes, los cuales, despavoridos, corrían a llenar los templos de penitentes y de donativos, es decir, a incrementar la autoridad moral y la riqueza de la casta sacerdotal.
La metodología de trabajo no ha cambiado desde entonces. ¿Cuál es, en nuestros días, la lacra social de la que más se ocupan los medios de comunicación, la que suscita más debates, más iniciativas políticas y judiciales? Sin duda, la llamada "violencia de género" o "violencia doméstica", en definitiva la violencia sexista en el seno de la pareja. Pues bien, ni corto ni perezoso el episcopado español publica un documento según el cual esa violencia es un "fruto amargo" de la presunta "revolución sexual" iniciada allá por la década de 1960. Es decir, dado que en los últimos lustros una porción creciente de la grey tuvo la osadía de huir, en materia de moral sexual, del asfixiante aprisco católico -no al divorcio, no al aborto, no a la homosexualidad, no a las relaciones prematrimoniales, no a la píldora, no al preservativo, tampoco a la píldora del día siguiente...-, el "pernicioso efecto" de esa rebeldía ha sido "un alarmante aumento" de los malos tratos conyugales y esa trágica cadencia de mujeres asesinadas, problemas cuyo único remedio -sostienen los obispos- pasa por la contrición social y la vuelta al redil del matrimonio indisoluble y reproductivo, o bien la castidad.
Naturalmente, la relación de causa-efecto que la Iglesia establece en 2004 entre la liberación sexual y la violencia sexista tiene la misma base científica que la establecida en el siglo XIV entre la peste negra y los pecados del mundo; o sea, ninguna. Las agresiones machistas contra las mujeres obedecen a pulsiones casi atávicas, entre animales y aprendidas, cuyo rastro se pierde en la noche de los tiempos; para no irnos tan atrás, bastaría bucear en la prensa de sucesos desde principios del siglo XX para hallar cientos de casos semejantes a los que hoy nos indignan, sólo que entonces se les llamaba "crímenes pasionales" o "crímenes por celos", y esas etiquetas les valían una indulgencia generalizada, incluida la de los tribunales, la de los medios de comunicación... y la de la propia Iglesia. Tal vez sea necesario recordar que, según el Código Penal vigente bajo el franquismo, si un marido engañado lavaba su "honor" por el expeditivo método de matar a la esposa adúltera o al amante de ésta, el castigo previsto se reducía a unos años de destierro fuera del municipio de autos; pero no hay noticia de ninguna pastoral, de ninguna declaración eclesiástica que denunciase tal salvajada. A mayor abundamiento, algunas de las últimas protagonistas de este lacerante drama han sido parejas marroquíes, nigerianas o rumanas, culturalmente bien ajenas a esa "revolución sexual" que los obispos consideran la madre de todos los males.
Sin embargo, el rigor intelectual no ha sido nunca -desde Galileo hasta la doctrina sobre el sida- la prioridad de la Iglesia católica. Lo suyo es la resistencia numantina a los cambios -la española tardó más de cien años en aceptar el principio de la libertad religiosa-, el rechazo de la secularización, la reluctancia al laicismo del Estado, el anhelo de reconquistar las conciencias y recatequizar la sociedad, pero no con la evangélica ejemplaridad de la propia conducta, sino con la lógica de la amenaza y del miedo. No hace mucho, en el curso de su feroz campaña para frenar la legalización del divorcio en aquel país, la Conferencia Episcopal chilena pagó unos brutales anuncios de televisión que vinculaban la separación de los padres a la caída de los hijos en la drogadicción y la delincuencia... Aunque monseñor Rouco no se atreva a tanto, su documento no deja de pintar el cuadro apocalíptico de "una muchedumbre de hijos que han crecido en medio de desavenencias familiares, con grandes carencias afectivas y sin un hogar verdadero"; el razonamiento es el mismo: la desobediencia a la autoridad eclesiástica no sólo comporta la renuncia a la salvación, sino que acarrea toda clase desastres terrenales.
En este estado de cosas, mientras la práctica religiosa se desploma y en la diócesis de Barcelona sólo el 22% de los contribuyentes señalan ya a la Iglesia como destinataria de una parte de sus impuestos, todavía hay quien sostiene que el reciente best seller de Daw Brown, El código Da Vinci, forma parte de un complot para desacreditar al catolicismo romano..., ¡como si éste no se desprestigiase por sí solo! Pero, puestos a imaginar complots, ¿no será el documento de la Pastoral Familiar un favor secreto de Rouco a la mercadotecnia del Partido Popular en estas vísperas electorales? Lo digo porque, claro, con respecto a la carcundia episcopal, al ministro Zaplana le resulta fácil parecer de centro, Rato y Montoro se sitúan en la izquierda, y Álvarez-Cascos... en la extrema izquierda.
Joan B. Culla i Clarà es historiador.
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