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Columna
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Los que se han ido

Valerón renueva hasta el 2010; el Tribunal de Estrasburgo rechaza el recurso presentado por el Gobierno vasco; una inglesa de vacaciones es retenida en un aeropuerto por hacer saltar todos los arcos magnéticos (resultó que llevaba un cinturón de castidad; se sospecha que de fabricación casera); el plan Ibarretxe parece desinflarse (ya veremos); el príncipe de Asturias y cohorte, lehendakari incluido y Fraga con bastón al aire, inauguran con un pequeño paseo el Año Xacobeo; Zapatero y Rajoy se saludan; explota otra bomba en Irak; Mario Onaindia es homenajeado a título póstumo. Todo esto y mucho más pasa estos días, pero ellos no están. No están los asesinados, claro. (Vergüenza para quienes regatearon el pequeño consuelo del homenaje a los familiares de Pagaza en Andoain. Un margen de confianza para el valor de la Dirección de Derechos Humanos del Gobierno vasco.) Pero tampoco están, y es en quienes ahora pienso, los que se tuvieron que marchar. Aquellos que, amenazados de muerte o viendo su vida convertida en un espanto, debieron irse. Pienso en los que se han ido y a quienes nunca recuperaremos ya, y esto me llena de tristeza.

Recibía un libro de un amigo en el que se habla del exilio (Enzo Traverso, La pensée dispersée. Figures de l'exil judéo-allemand). Leí con voracidad el capítulo dedicado al pequeño-gran novelista Joseph Roth: La Europa sin patria. Es la historia del desarraigo en una habitación de hotel o en un apartamento. Desde él se observa cómo se deshace sin remedio la pequeña patria, los referentes personales, el mundo en el que se nació. Son las condiciones impuestas por el exilio que devienen en regla, elementos incrustados en la misma condición de exiliado (Theodor Adorno). Para Roth fue la abigarrada Austria-Hungría. Nuestros exiliados de a pie (que los hay de cinco estrellas) viven con angustia ese desarraigo. Su vida es la impersonal vida de un ocupante de una habitación de hotel. Sus referentes de deshacen como la sal en el agua.

Me viene a la mente un mito clásico: Orfeo y Eurídice. Orfeo el músico, el civilizador, el constructor de ciudades, no pudo evitar que en su boda con la ninfa Eurídice ésta fuera mordida por la serpiente y descendiera a los infiernos. Consiguió rescatarla a condición de no mirarla mientras salían del infierno. No pudo evitarlo y se volvió para mirarla. Eurídice desapareció para siempre y Orfeo nunca se consoló de esa pérdida.

Nos ocurre algo de esto. Los que nos sabemos ciudadanos en este paisito no hemos sabido evitar que Eurídice, nuestra bien amada, aquella gente que se enfrentó a la serpiente de ETA, descendiera a los infiernos del exilio. Allí han vivido las amarguras del desarraigo. Nosotros los queremos, queremos recuperarlos. Pero ya es tarde. Tocamos el arpa, como Orfeo, para que vuelvan. Pero no podemos evitar mirarles o que de nuevo les atrape la serpiente. Ellos han vivido la amargura del exilio-infierno, y la han apurado hasta las heces.

¿Y, ahora? Van desapareciendo para siempre y nosotros nunca nos consolaremos de esa pérdida. Tengo amigos en esa situación. Y voy viendo que nunca los recuperaré para el paisito; que ese descenso a los infiernos del exilio y el desarraigo no es inocuo: deja su marca. Podrán volver si no les miro. Pero ¿para qué queremos volver a coincidir si no nos podemos mirar, si no podemos reencontrarnos?

Dejemos el mundo de las metáforas. Una parte de nuestros compañeros más entrañables y valiosos han tenido que exiliarse, han tenido que dejar esta tierra bajo la amenaza de ETA. Las instituciones apenas les auxiliaron. Pero eso estaba descontado en este juego mortal. Lo que cuenta es que tampoco los ciudadanos, los hombres y mujeres enteros, supimos impedir que marcharan al infierno del exilio. Ahora les echamos de menos. Pero el proceso es irreversible. Sólo cabe una solución: cortar las siete cabezas, todas ellas, de la hidra del terror. Sólo entonces nos podremos reencontrar. Ésa es la responsabilidad de todos y cada uno de nosotros. Nuestro compromiso con la dignidad.

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