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Columna
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Violencia

La proposición de los obispos que vincula la educación sexual a la violencia de género no es cosa que deba tomarse a la ligera, como no debe tomarse a la ligera el instructivo libro del imam de Fuengirola. Para hacer frente a la violencia todos los datos pueden ser útiles, aunque sólo sea para plantear la cuestión en sus justos términos. En este sentido, el libro del imam no va muy lejos; su autor vive atrasado, considera que las mujeres son poco más que animales domésticos y escribe un simple manual de uso. Los obispos están más al día: reconocen que se ha producido o se está produciendo un cambio importante en el estatus de la mujer y alegan que las agresiones no responden tanto a la personalidad psicopática del agresor como a un enfrentamiento de carácter ideológico provocado por una educación que al ser efecto y causa de este cambio, legitima una concepción distinta del orden social inadmisible para algunos. Vista desde esta perspectiva, la violencia de género entra en el resbaladizo terreno del terrorismo, un terreno en el que la Iglesia siempre se ha movido con serena y ecuánime ambigüedad: antiguamente no levantó la voz contra el hidalgo calderoniano o contra el malevo arrabalero que ponían a salvo su honor apiolando a su mujer, por casquivana; y hoy en día, aunque reprueba la agresión, deja entrever que el que actúa de este modo no es un canalla y un imbécil, ni siquiera un trasunto patético de Otelo, que después de haber asesinado a su mujer sin causa aún creía haber amado muy bien pero sin cordura, sino un hombre que hace el mal con fines reformistas. Salvo que se refiera de un modo velado al binomio de Eros y Tanatos, una extraña pareja, largo tiempo ausente.

En términos prácticos, lo que digan da lo mismo. La causa real de la violencia es la voluntad de quien la ejerce y trasladar la responsabilidad individual de la opresión, la agresión y el crimen a una razón social es una trampa y una obscenidad. Pero en el ámbito doméstico, como en otros, la idea circula con fluidez y reflexionar sobre ella puede arrojar alguna luz sobre este horrible asunto, o, al menos, sobre la condición humana. Si es así, la opinión de los obispos merecer ser oída. A veces una insensatez vale más que mil palabras.

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