Un Virgilio cubano y sórdido
Sin pena ni gloria pese al voto de Paz en un premio local que se le adjudicó, sale a la luz en 1987 una nouvelle titulada Boarding home (La casa de los náufragos), texto catártico del narrador cubano Guillermo Rosales que, exiliado en Miami tras años de decrepitud posrevolucionaria en su isla natal, es enclaustrado en un nauseabundo hospicio de indigentes hasta que, desengañado de todo y dando fin a su vida de escritor loco y maldito, se pega un tiro en 1993. Disfrazado de William Figueras, el escritor protagonista del relato y álter ego del autor, Rosales recrea el ambiente claustrofóbico del asilo, entre ancianos purulentos y vejaciones físicas, convirtiendo la narración en un descenso a los infiernos en el que el poeta Figueras ejerce de singular Virgilio para con un Dante tropical y denigrado de nombre Guillermo Rosales.
LA CASA DE LOS NÁUFRAGOS
Guillermo Rosales
Siruela. Madrid, 2003
117 páginas. 15 euros
El éxito relativo de su traducción al francés por Actes Sud en 2002, con el título de Mon ange y reseñas favorables en Le Monde y Le Figaro, por ejemplo, explica la reedición en castellano emprendida por Siruela, que también opta por desembarazarse del título original, menos lírico, más explícito.
El texto, prodigio de escatología y carnalidad, levanta ante los ojos del lector el sórdido edificio de la animalidad humana, el espacio en que el individuo, despojado de toda dignidad, se vuelve alimaña. Figueras y el enajenado Budwaiser Arsenio hieren al tuerto Reyes a golpes de cincha, el narrador describe a la apestosa anciana Hilda como escapada de un cuadro de El Bosco, practica el sexo con Francis, otra ex revolucionaria que sobrevive con antidepresivos, describe al enano Napoleón, a los locos apiñándose alrededor del amo en busca de cigarrillos, a René y a Pepe, dos hermanos retrasados mentales que pelean como bestias por un mendrugo y, después de presagiar su propio suicidio, página 57, describe la sordidez de su mundo, "en la penumbra veo que dos cucarachas, grandes como dátiles, fornican sobre mi almohada. Escapan. Me toco el sexo. Hace un año largo que no entro en una mujer. La última fue una colombiana loca que conocí en un hospital". El estilo hosco de Rosales, el entorno decrépito y la forma de diario personal traen a la memoria páginas del Trópico de Cáncer de Miller (a quien Figueras confiesa haber leído en la página 13), si bien su visión del sexo entronca con algunos textos del Bukowski de Escritos de un viejo indecente.
Es éste un relato de sangre, sudor y lágrimas, del que se desprende una visión apocalíptica de la vida humana que repara en el hastío y la mezquindad de unos individuos condenados a sobrevivir, cuando hace tiempo que se quisieran muertos. Como aquel doctor Bardamu del Viaje al fin de la noche de Céline, Rosales escruta con los ojos de Figueras la desolación de los desheredados. Y sólo los versos de los románticos ingleses, espigados por Figueras de su antología de cabecera, y algún que otro sarcasmo, como los sueños por los que deambula un Fidel Castro guiñolesco ("Fidel estaba en calzoncillos y camiseta. Me decía: '¡Cabrón!, ¡nunca me sacarás de aquí!", página 44), evitan que el relato no sea sino una impresionante tiniebla absoluta, el fruto de un escritor malogrado cuyo malditismo no es una postura sino, bien al contrario, una condena: "Solamente el dolor, ese gusano que roe, / permanece a mi lado", reza el verso de Byron que el narrador hace suyo y del que La casa de los náufragos podría entenderse como una glosa.
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