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Columna
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Víctimas culpables

El sábado 31 de enero Icíar Bollaín denunciaba la violencia de género tras recoger el premio Goya por su película Te doy mis ojos, a la par que señalaba que el incremento de las noticias sobre las agresiones que sufren las mujeres se debe principalmente a que cada vez se silencian menos, y a que ello, a veces, se paga con la vida. Pocas horas después, el martes día 3, a la vez que fallecía en Bilbao la última víctima conocida de la violencia masculina, los obispos daban a conocer su postura sobre el tema, relacionando las mencionadas agresiones con la liberación sexual de las mujeres. La violencia doméstica, dicen los prelados, es el fruto amargo de la revolución sexual, alimentada desde los medios de comunicación y los lobbies homosexuales (?).

En las últimas décadas hemos asistido, ciertamente, a una revolución sexual que, por fortuna, se ha traducido en un cambio radical en los hábitos de la gente en relación con el sexo. Anteriormente, la hipocresía dominante sólo permitía su práctica en el seno del matrimonio católico, apostólico y romano. Bien es cierto que ello no impedía que muchos hombres -incluídos algunos célebres obispos y cardenales- aliviaran sus instintos acudiendo al mercado de la prostitución, dicho sea con el mayor respeto a tantas y tantas mujeres que no tienen, o creen no tener, otra forma de ganarse la vida que comerciando con su cuerpo. Bien cierto también que las infidelidades conyugales -mayoritariamente masculinas- estaban a la orden del día, pero las mismas podían soslayarse mediante el perdón de los pecados. Hoy, por el contrario, está socialmente aceptado, sobre todo entre la juventud, que el sexo es parte de la vida y no algo vinculado precisamente a la procreación. Para hacer el amor, además de las necesaria protección sanitaria, basta realmente con que al menos dos personas lo quieran.

Esta revolución ha sido especialmente importante para muchas mujeres. De estar disponibles para cumplir con el débito conyugal -fórmula que ha ocultado y permitido múltiples violaciones a lo largo de la historia-, de estar consideradas como meros objetos destinados a satisfacer los deseos de sus parejas, las mujeres han pasado a ser sujetos capaces de decir algo tan sencillo como no quiero, o no me apetece, algo que antes sólo estaba reservado a los hombres. De rebote, esto nos ha hecho también más libres a los hombres, al despojarnos de un rol -el de macho dominante- que nos impedía vivir con plenitud y reciprocidad nuestra condición de personas.

Parece evidente que algunos hombres no están dispuestos a perder su papel dominador y siguen empeñados en mantener a las mujeres, sean o no sus parejas, como seres sumisos a sus deseos. Por ello, cuando ellas se rebelan y defienden su dignidad, reaccionan muchas veces con violencia. En el fondo, se trata de una cuestión de poder, y todos los poderosos suelen reaccionar intentando defender sus privilegios. En no pocas ocasiones, cuando ello sucede, las víctimas son declaradas culpables, por intentar alterar la jerarquía y el orden establecidos. En tiempos de Franco, los opositores al régimen eramos culpados de la represión que se cernía sobre nosotros por "meternos en política", en vez de dedicarnos a otras cosas dando por buena la dictadura. Ahora, los obispos convierten a las mujeres en culpables de la violencia que se abate sobre ellas, por no aceptar su papel como madres y esposas sumisas, y haber llevado a cabo una revolución sexual en defensa de sus derechos como personas. Triste espectáculo el de sus ilustrísimas que, además de dar muestras de un talante profundamente reaccionario, se distancian cada vez más de lo que es el sentir general, no sólo de la sociedad en su conjunto sino, probablemente también, de la mayoría de sus propios fieles.

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