_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El estado de las naciones

1. Bajo la sombra del antiguo régimen y con el espantajo de la amenaza militar, al inicio de la transición se organizó -a través de la Constitución y de los Estatutos- una solución a los problemas territoriales de España que todo el mundo sabía que no era definitiva, aunque algunos tuvieran la esperanza de que el roce, sin llegar a crear el cariño, por lo menos limaría asperezas y lo provisional iría cristalizando con apariencia de definitivo. Veinticinco años después, el milagro no se ha producido. España ha vivido un imponente proceso de descentralización. Las autonomías han contribuido eficazmente a la modernización del país. E incluso ha cundido la idea de una España plural, hasta el punto de que el secretario general del PSOE ha hecho de ella bandera de campaña. Pero, tanto desde el País Vasco como desde Cataluña, vuelven a sonar las demandas (o exigencias, según el tono y el estilo de unos y otros) que por prudencia quedaron aplazadas al comienzo de la transición. Y la situación política se tensa.

¿Por qué crece el malestar incluso en Cataluña? ¿Por qué sectores sociales muy diversos -empezando por el mundo empresarial- piensan que la articulación política de España no está bien resuelta? Porque cunde la sensación de que el árbitro no es neutral y bloquea sistemáticamente las potencialidades de Cataluña. No vamos a descubrir ahora que los nacionalismos -todos, los centrales y los periféricos- sirven fundamentalmente para que gobiernen siempre los mismos. Y el PP ha trabajado más que nadie para consolidar una casta en el poder. Pero si cada vez tiene más adeptos la idea de que España es un mal negocio para Cataluña, no puede atribuirse sólo a una pérfida hegemonía ideológica del nacionalismo catalán.

Esta crisis llega después de ocho años del Gobierno del PP. Es probable que, de un modo u otro, también hubiese llegado con otro Gobierno, porque un par de décadas es un tiempo razonable para que las instituciones pasen la prueba de la práctica y lo no resuelto reaparezca con otro rostro y otros perfiles. Pero José María Aznar tiene, sin duda, una parte importante de responsabilidad en esta crisis. La clave del equilibrio del sistema había sido el buen entendimiento entre el Gobierno central y los Gobiernos autonómicos conservadores de Cataluña y el País Vasco. El pacto de Ajuria Enea simbolizaba una manera consensuada de hacer las cosas. Aznar no ha sido capaz de mantener este espíritu de cooperación. El presidente lo atribuye a la deslealtad del PNV, que se embarcó en Lizarra sin consultárselo. Ciertamente, la responsabilidad de los nacionalistas vascos en el desencuentro es grave.

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

La fractura empezó con las enormes manifestaciones contra el asesinato de Miguel Ángel Blanco. El PP vio en ellas la plataforma sobre la que tratar de renacionalizar a Euskadi y el PNV sintió vértigo al ver que la calle no era suya. Y empezó el choque de trenes nacionalistas. En descargo de Aznar, se dice que la derrota policial de ETA pasaba inevitablemente por el precio de la ruptura con el PNV, que nunca habría admitido la ilegalización de HB o la acción judicial contra el entorno etarra. En cualquier caso, es exigible al Gobierno español y al Gobierno vasco que sean capaces de un mínimo entendimiento para acabar con ETA, ahora que está contra las cuerdas. Precisamente porque ETA está tan disminuida, se pueden plantear ahora, entre partidos demócratas, cuestiones políticas incompatibles con la violencia.

2. La España plural no es lo mismo que la España plurinacional que se reclama desde Cataluña o desde el País Vasco. La España plural parte del principio de que hay un solo demos -por complejo que sea- y que de lo que se trata es de optimizar su diversidad por medio de la descentralización y de formas de autogobierno pactadas globalmente. La España plurinacional, en cambio, parte del principio de que el demos español es un demos compuesto de naciones diversas. Y que a estas naciones corresponde fijar hasta dónde quieren llegar en su capacidad de autogobierno: qué asumen y a qué renuncian, en aras a mantener una estructura estatal compartida. Sólo desde el reconocimiento de este derecho se puede llegar a pactar satisfactoriamente los términos del Estado común. Este es el punto de acuerdo entre el federalismo del PSC y de IC y el independentismo de Esquerra que hizo posible el tripartito catalán.

Pero este razonamiento no permite obviar la propia complejidad de los demos catalán y vasco. Aunque en Cataluña pueda haber una amplia mayoría -sin duda, mayor que en el País Vasco- a favor de la idea de una España plurinacional, el juego de combinaciones entre los catalanes que consideran Cataluña como su nación o España como su nación (o las dos a la vez) da un sistema de pertenencias que nadie está autorizado a simplificar. Dicho de otro modo, garantizar el pluralismo dentro de cada una de las comunidades es la primera obligación de los gobernantes democráticos.

3. Aunque la España plural del PSOE tenga una base común con la España unitaria del PP, el liberalismo autoritario del PP y el liberalismo republicano del PSOE no son lo mismo. La España del PP parte de la vieja idea radial del país que tiene en Madrid la concentración del poder económico y del poder político, que cede competencias, pero no suelta ni comparte nunca las riendas. Y su estrategia consiste en modernizar y reforzar este sistema por el que todo debe convergir en un punto. Varios ejemplos concretos confirman esta idea: desde la organización del sistema de comunicaciones hasta el uso recurrente de las leyes de bases para restar capacidad de autogobierno a las autonomías.

El PP ha combinado un discurso privatizador y desregulador que presenta al Estado como algo costoso e ineficiente con un uso sistemático del poder político para ordenar territorialmente el poder económico y aprovechar los procesos globalizadores, de modo que todos los flujos coincidan en Madrid. El instrumento ha sido el proceso de privatización controlada de las grandes empresas y monopolios estatales. Estas empresas, que ofrecen servicios a todo el país, actúan a la vez como vehículo de transferencia de recursos desde la periferia hasta el centro y, con la complicidad del Ejecutivo, como fuente normativa de la economía española. En esta estrategia es objetivo prioritario evitar que una empresa o institución financiera de primer nivel pueda tener su centro real en Cataluña o en el País Vasco. La puesta bajo control del BBVA, a través de Argentaria, y el bloqueo de la OPA de Gas Natural sobre Iberdrola son dos operaciones políticas, dirigidas desde el más alto nivel, que confirman la estrategia.

4. El liberalismo autoritario de Aznar es una forma de simplismo político. Una fiel reproducción de la vieja doctrina del amigo y el enemigo. O se participa de la tríada aznarista: dirigismo de mercado, atlantismo, patriotismo constitucional, o no se tiene nada serio que proponer. Fuera del az-

narismo está el caos de los políticos de pancarta y agitación. Este simplismo, centrado en el conflicto de Euskadi -todos contra el nacionalismo vasco-, le ha dado a Aznar importantes rendimientos, entre ellos, una mayoría absoluta. Y sobre esta lógica se construyó el discurso del miedo -a la España rota y a la España roja- con que movilizó a toda la derecha para empatarle al PSOE las elecciones municipales.

Para Aznar era fundamental que nada aportara complejidad a la escena. Por ello, el tripartito catalán ha sido desde el primer momento una obsesión. El tripartito sitúa en el centro de la escena unas reivindicaciones de autogobierno compartidas por catalanistas e independentistas, al tiempo que rompe en Cataluña el mito de que sólo el nacionalismo podía gobernar las comunidades históricas y de que todo nacionalismo tendía por naturaleza a aliarse con otro nacionalismo. Por una vez, se ha dado prioridad a la alianza de izquierdas. Para Aznar, el nacionalismo cultural de CiU, que era reivindicativo pero inofensivo en tanto que carecía de proyecto para España, era más manejable que la complejidad del catalanismo de izquierdas del tripartito, que viene reclamando poder, también en España. Y, en segunda instancia, Aznar prefería el Gobierno de concentración nacionalista CiU-Esquerra porque le permitía trasladar a Cataluña la lógica de confrontación utilizada en Euskadi, con la intención de arrastrar al PSOE a un seguidismo que descabalgara al PSC.

Sin embargo, el Gobierno del tripartito es una oportunidad doble para el conjunto de España: quita a los vascos el monopolio de las reivindicaciones territoriales, al tiempo que les muestra un camino democrático y sereno para conseguirlas. Las dos cosas incomodan al PP: si Cataluña entra en el juego, ya no estamos ante el problema vasco, sino ante un problema más general de España. La alianza con el nacionalismo conservador catalán se le hace casi imposible, porque en Cataluña la frontera con el PP marca la línea del fuera de juego. La futura llegada de una propuesta de reforma estatutaria al Congreso, apoyada por el 88% del Parlamento catalán, obliga a modular el discurso. El propio Rajoy había dado algún signo de corrección del fundamentalismo democrático aznarista.

El plan Ibarretxe, asumido apenas por la mitad de la ciudadanía vasca, tendría difícil recorrido ante las reivindicaciones catalanas, mayoritarias y sin sombra de violencia. Pero el PP entendió inmediatamente que el Gobierno catalán era el enemigo a batir. Su existencia cambiaba las coordenadas del problema, que es lo último que un Gobierno conservador quiere. El PP sabía que la renovación de CiU garantizaba que nada esencial cambiaría, seguiría el regateo y la queja, que servían para entretener el personal mientras todo seguía igual. El tripartito renuncia a la ambigüedad del nacionalismo moderado: anuncia con toda claridad cuáles son sus pretensiones. Están incluso escritas. Pero su fuerza potencial se ha debilitado por la vía más idiota: la fuga populista.

5. La insensatez de Carod Rovira hace que la situación vuelva al terreno favorito del PP. Además de dar absurdamente un poco de oxígeno a ETA, el único elemento realmente sobrante en esta escena, debilita al PSOE, que asumió a regañadientes la apuesta de los socialistas catalanes. Quita autoridad al tripartito para plantear la apuesta por la España plurinacional en la escena española. Y multiplica la desconfianza en todas direcciones. ¿Era éste el propósito de Carod Rovira? ¿Acabar con la tentación maragallista de pensar en España? ¿Hacer imposible cualquier forma de encuentro sobre el tablero español? No lo creo. Pero el resultado está a la vista: los proyectos del tripartito de apostar por una renovación del Estado autonómico, desde la idea de plurinacionalidad, sin traumas pero con firmeza, ya no podrán, por lo menos durante un tiempo, hacerse con la misma legitimidad y autoridad. Y al PP se le abre una nueva perspectiva para seguir haciendo correr su rodillo.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_