Jugando con los espejos
Después de la exposición Catalunya, terra d'acollida, que impulsó en el pasado reciente el Gobierno de Jordi Pujol cuando se encontraba en pleno proceso de distanciamiento del PP, nos llega la iniciativa Cataluña propone, del Gobierno de Maragall, como respuesta a la oleada de críticas e incomprensiones que los últimos acontecimientos políticos han provocado en las élites políticas y los medios de comunicación de toda España. Mal está la cosa cuando hemos de invertir tanto y tan frecuentemente en que nos entiendan. Y realmente no vamos bien. Mi pequeña (y poco representativa) experiencia estas últimas semanas por Murcia, Madrid y Valencia me indica que la crispación y la incomprensión aumentan, hasta el punto de que gente que consideraba razonable me pregunta e interpela sobre cuestiones que parecían largamente superadas. Y así, sin querer, uno se ve enzarzado en explicaciones y justificaciones que, en su ingenuidad, creía que ya no eran necesarias.
Henos aquí, pues, volviendo a explicarnos. Nadie nos podrá acusar de no ser persistentes en nuestra voluntad de reconocimiento, pero probablemente estamos condenados a ello. Octavio Paz explicó hace tiempo en qué consistía la "otredad". Para el poeta, la aceptación de que vida y muerte son inseparables, y se explican la una con la otra, es precisamente la mejor manera de expresar esa unidad de contrarios, sin la cual ninguno de los dos extremos tiene pleno sentido. En determinados momentos de nuestra historia, que acostumbran a ser los más frecuentes, las relaciones entre España y Cataluña se han visto marcadas por la no aceptación de esa "otredad".
Algunos estereotipos han ido cambiando con el tiempo. Cada vez tenemos menos bases en las que fundamentar el tradicional binomio que nos reconfortaba en nuestro lamento, ese binomio por el cual a la Cataluña cosmopolita y fabril le correspondía una España burocrática y provinciana. Pero, a pesar de todo y de lo que uno podría imaginar en tiempos de gran facilidad y transmisión de todo tipo de información, siguen anclados en el inconsciente colectivo muchos tópicos que cuando alguien se ocupa de agitarlos y removerlos convierten ese juego de miradas en algo peligroso y ruin. Una lectura de la investigación del CIS titulada Identidades, actitudes y estereotipos en la España de las autonomías, basada en casi 3.000 entrevistas realizadas en toda España, nos ofrece datos con marchamo de cientificidad con relación a esas apreciaciones. Como es sabido, los catalanes son los que menos simpatías despiertan en todas y cada una de las comunidades autónomas. Al mismo tiempo somos percibidos, con mucho, como la comunidad autónoma donde se vive mejor y a la que más favorece el Gobierno del Estado. Nos ven, ya lo sabemos, como tacaños pero trabajadores, amantes de nuestra tierra pero separatistas, cerrados pero buena gente, emprendedores pero egoístas, independientes pero orgullosos. Nosotros nos vemos notablemente abiertos y los demás nos ven sumamente cerrados.
Los estereotipos no son necesariamente malos. Al margen de la evidente simplificación y generalización que encierran, pueden ser útiles para proporcionar cierta información sobre la gente, para ayudar a explicar cómo actúa, para predecir comportamientos o facilitar la propia identidad y la integración de los demás. El problema aparece cuando se utilizan para derivar de ellos prejuicios, ofensivas de rechazo o procesos de discriminación. Y algo de ello ocurre en España y en Cataluña ahora mismo. No me gusta la manipulación con la que el Gobierno del PP pretende victimizar al Gobierno catalán y de paso a los catalanes, usando explícita o implícitamente esos bien enraizados estereotipos, pero tampoco me gusta demasiado que la respuesta desde aquí sea simplificar la complejidad de miradas desde España con programas televisivos que refuerzan ese malsano juego de espejos deformadores.
Es verdad que, como decía Vázquez Montalbán en estas mismas páginas hace ya bastantes años, "lo peor que le puede ocurrir a alguien con manía persecutoria es que le persigan de verdad". Y si los catalanes han tenido inclinación a sentirse perseguidos, no es menos cierto que se ha contribuido en no pocas ocasiones y periodos históricos a alimentar tal propensión. Hace unos años llegamos a pensar que en cierta manera todo ello era ya historia y que la democracia y la generalizacion de las autonomías habían ido atemperando los tradicionales antagonismos. Pero en los últimos tiempos el Gobierno de España ha ido acentuando una forma de hacer política que se ha situado en las antípodas de las tradiciones políticas catalanas. Al principio eso podía molestar, pero también nos hacía sentir mejores, reforzando nuestra autocomplacencia, nuestra creencia en las bondades del sentido común y del diálogo en la resolución de los problemas políticos. No obstante, a medida que han pasado los meses y Aznar se ha ido envalentonando, y nadie (tampoco el PSOE) ha sido capaz de darnos esperanzas, la crispación ha hecho mella en nuestra sociedad. Y ahí es donde el Partido Popular espera recoger los frutos del envite.
No podemos prescindir de esa realidad crispada. Querámoslo o no, ésa es también por el momento nuestra política, y si no nos ocupamos de ella, sabemos por amarga experiencia que ella se va a ocupar de nosotros. Desde Madrid se ha visto la política catalana como algo artificial y opaco que no permitía generalizar procesos ni unificar campañas o mayorías. Y el PP tiene como objetivo acabar con ello, aunque sea a costa de tensar hasta lo indecible las interacciones entre una y otra realidad. No les da miedo que eso acabe envenenando las cosas. Han aprendido a sacar provecho político de la tensión, e incluso de la violencia política, como han hecho usando el caso del País Vasco. Y saben que emprendiendo ese camino sólo pueden mejorar electoralmente, ofreciendo refugio y protección a los que sientan el vértigo de la radicalización. Los espejos en los que se han ido mirando y reflejando España y Cataluña a lo largo de los años han tendido a devolver imágenes deformadas y grotescas, similares a las que uno recuerda de la conocida sala de espejos del Tibidabo. El problema es que uno empieza jugando con la deformación asumible y acaba en una manipulación peligrosa para la propia convivencia social.
Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política en la UAB.
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