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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

La vida tiene 600 caras

¿Han experimentado alguna vez la turbadora sensación de comprobar que en todas las ventanas del edificio de enfrente centellean las mismas luces de los televisores? Ejércitos de vecinos que contemplan idénticas imágenes a la misma hora. La situación deviene todavía más inquietante cuando caes en la cuenta de que ni tu propio comedor escapa a ese clónico e hipnótico parpadeo de multicolores luces mortecinas que se adueña de los atardeceres de la ciudad. Descubrirse igual a los demás es casi más patético que sentirse diferente. Nada que ver con la variopinta y atareada vecindad que tenía ante sus ojos el fotógrafo voyeur de la pata quebrada encarnado por James Stewart en La ventana indiscreta. Y tampoco nada que ver con la mezcolanza de emociones que asalta estos días al fotógrafo Jordi Puig, enfrascado en un proyecto de retratar, uno por uno, a los más de 600 habitantes de Lladó, el hospitalario pueblo del Alt Empordà en el que reside desde hace años. Parecía un proyecto osado por su magnitud, pero tan aséptico como llamar a cada puerta, sacar unas fotos y adiós muy buenas. Nada más lejos de la realidad. La vida y las emociones se escapan por cualquier rendija. Cada casa esconde una historia; cada puerta, un enigma, y cada personaje, un mundo.

En el pueblo de Lladó, donde Jordi Puig retrata a sus 600 habitantes, cada casa esconde una historia, y cada personaje, un mundo

Una cosa es leer en la prensa que las comarcas de Girona tienen el mayor porcentaje de Cataluña de gente que vive sola y otra bien distinta es fotografiar sus caras ajadas por el tiempo, una tras otra, en puertas contiguas de una calle de Lladó. El fotógrafo confiesa que jamás había sentido esa "honda sensación de soledad". El periplo fotográfico de Puig, que recuerda el proceder de los nómadas precursores de la fotografía, se ha convertido en una aventura siempre repleta de curiosidades y sorpresas. Se ha topado con agrias disputas entre parientes, familias que viven bajo el mismo techo pero que rehúsan retratarse juntas, vecinos que lloran ante la cámara porque siempre se habían sentido menospreciados o que reclaman aparecer con su inseparable perro en brazos. O incluso junto a sus burros. El fotógrafo se ha conmovido ante la fuerza vital de Pepa, una mujer autosuficiente de 90 años. La familia más numerosa de Lladó tiene 16 miembros y otra, también poco corriente, está integrada por ocho mujeres. El proyecto le ha permitido "descubrir" a algunos vecinos. Hay residentes de la urbanización que no pisan el pueblo. Son los mismos capaces de construirse una piscina sacrificando tres cuartas partes del jardín a pesar de vivir a un tiro de piedra de la piscina municipal. Estela, la animosa colaboradora del fotógrafo, lleva la apretada agenda del proyecto y concierta citas a través del padrón municipal. A Puig le quedan todavía unos días de recorrer las calles con sus cachivaches de fotógrafo: su inseparable Hasselblad -el Rolls Royce de las cámaras-, el trípode, el fotómetro, la silla de tijera y el reflectante blanco que usa como fondo. Fotómetro en mano, busca la luz idónea y planta la silla. Primero saca un retrato en blanco y negro de cada uno de los ocupantes de la casa. Después, todos juntos, posan ante la puerta para una foto en grupo que toma con una cámara digital. La parafernalia del montaje en plena calle da pie a la conversación. "En este pueblo habíamos sido más de 1.000. Teníamos tres salas de baile y dos cines", rememora una anciana mientras todos esperan que su nieto noctámbulo se despegue de las sábanas y baje a la calle para sacar la última foto familiar. Mientras el fotógrafo convierte la calle en su improvisado estudio, los lladonenses saludan y preguntan cuándo pasará por su casa. Una de las vecinas, con cita concertada, les pide que vuelvan otro día porque no ha ido a la peluquería y otra les recuerda que mañana toca su casa. El repartidor de comestibles del pueblo les reprende burlonamente sacando la cabeza por la ventanilla de la furgoneta: "¡A esta hora las calles son mías!". En resumen, Lladó tiene el aire de un entrañable pueblo de cuento de hadas en el que reina una plácida armonía vecinal.

Pero hace unos días, Puig se encontró con una china en su zapato. El Astérix del pueblo se llama Jan Vinyes. Es el único que se resiste con ahínco y socarronería, cual inclasificable versión rural de Salinger o Bauçà, a dejarse inmortalizar. Puig me pide que incluya su nombre en esta crónica como una forma más de presión. De momento, Vinyes se muestra insensible a las presiones del pueblo y a los amagos de soborno del fotógrafo, que ahora sopesa la idea de tentarlo con una bandeja de xuixos, uno de sus dulces preferidos. "Tarde o temprano caerá", augura.

El fotógrafo está todavía dándole vueltas a la manera de presentar su proyecto, aunque tendrá poco que ver con los libros que ha publicado hasta ahora, con sugerentes imágenes del Empordà o Girona. Le gusta la idea sencilla de meter todas las fotos en una maleta. Esos 600 rostros explicarían la vida del pueblo de una manera más íntima y elocuente que cualquier libro de historia.

A pesar del creciente sentimiento de fraternidad que invade al fotógrafo, no oculta que debe esforzarse para no contemplar como meros objetos a sus convecinos. Cruzarse con ellos por la calle es como pasar las páginas de su particular colección de cromos: "Lo tengo, lo tengo, me falta...".

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