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Columna
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Uniforme y disfraz

Cuando yo era niño, en la calle casi todo el mundo iba de uniforme, Madrid era la capital de una España uniformada: los llevaban curas y militares, las colegialas, los taxistas y los serenos, los carteros y los porteros, los botones de los hoteles, los guardias y los falangistas, los funcionarios y hasta los ingenieros, que tenían uno de gala. Las beatas y los beatos vestían hábitos morados de Jesús de Medinaceli o marrones de la Virgen del Carmen, ellas se confeccionaban vestidos austeros, sin más adorno que el cordón a juego, que ellos se ceñían al cuello a modo de corbata. El cordón de Medinaceli era de color amarillo dorado y daba a los encorbatados cofrades un cierto aire gansteril.

Vestí mi primer uniforme a los cuatro años y lo recuerdo como mi primera humillación pública. El uniforme del parvulario era un babi, un guardapolvo, negro y, para más oprobio, tableado, con cuello de celuloide de quita y pon y un indignante lazo rojo al cuello. Aquello duró dos cursos, 18 meses de rabietas matinales y de humillantes trayectos de ida y vuelta, con la cabeza baja y pegado a los muros para escapar de las miradas y comentarios burlones, miradas y comentarios que yo reproduciría uno o dos años después cuando empezara a ir a otro colegio donde los únicos uniformados, ensotanados, eran los maestros.

No volvería a vivir afrentas semejantes hasta la mili, y tantas fueron las que experimenté en 15 meses de servicio a la patria, que la del uniforme no era ni mucho menos la más temida o dolorosa. Pero el uniforme -descubrí con espanto- producía graves alteraciones de la personalidad; unos minutos después de haberse embutido en ellos por vez primera, los civiles, que apenas habían dejado de serlo, empezaban a comportarse como una aguerrida y alborotadora tropa, a utilizar como lengua franca el más escatológico lenguaje cuartelero, a mortificar a los compañeros que daban indicios de ser los más débiles, o diferentes, y a dar marciales taconazos y a proferir castrenses aullidos y a sacar pecho y a corear canciones obscenas en las marchas e himnos patrióticos en los desfiles. El uniforme era el primer eslabón en una cadena de sumisión largamente probada, ideal para hacer de los hombres máquinas de matar y morir con un simple toque de corneta.

El retorno a la uniformidad escolar que recomienda y está dispuesta a financiar la Comunidad de Madrid no deja de ser un gesto mojigato más en la más rancia tradición de la derecha clerical y legionaria, por mucho que lo disfracen con referencias al igualitarismo social y económico. Si así fuera, todos los escolares madrileños deberían vestir el mismo uniforme, que evitaría distinciones y agravios entre los estudiantes de selectos colegios privados, con diseño de Armani y complementos de Loewe, y los de otros centros menos elitistas, con ropas de confección en serie, a la venta en hipermercados y centros comerciales.

Los alumnos de la enseñanza pública llevarían uniformes gratuitos, en colores sufridos como el gris marengo, el caqui y el verde oliva.

Para humillarlos más y que se muden a la enseñanza privada de una vez, el diseño podría quedar en manos de la ministra del ramo, Pilar del Castillo, autosuficiente en la materia y creadora de un estilo propio que nadie más que ella se atreve a vestir.

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Si no encuentra inspiración en las revistas de moda, puede volver la vista a sus años rojos y revisar viejas fotografías de niños pioneros soviéticos desfilando marciales o de escolares chinos con cuello Mao, prietas las filas, camino del colegio.

En Francia quitan los velos y en España recomiendan las sayas. Si la iniciativa prospera, preveo rebeliones en las aulas, huelga de uniformes y manifestaciones de pantalones caídos. Empiezan por imponernos el uniforme y terminarán por prohibir el piercing, los tatuajes y las carpetas y cuadernos personalizados con las fotografías de vuestros ídolos y vuestras pegatinas favoritas, los tangas, los peinados rastas y los pelos de colores.

Parece un buen momento para montar un nuevo motín de Esquilache. Por la libertad de expresión vestimentaria, por el disfraz creativo frente al uniforme impersonal y despersonalizador. ¡No pasarán!

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