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La subasta fiscal

Es frecuente en campaña electoral encontrar promesas que se asemejan sospechosamente a la de atar los perros con longanizas. La política fiscal se presta singularmente a ello, en especial cuando se nos ofertan políticas de bienestar que suponen importantes aumentos del gasto público y, al mismo tiempo, se nos asegura que ello se va a hacer con los mismos o menores impuestos. Asumido que los electores han asumido que la bajada de los impuestos es buena en sí misma y para todos beneficiosa, las campañas de superoferta fiscal están en el orden del día. Así, los conservadores nos prometen que seguirán bajando los impuestos, reduciendo la tarifa del impuesto sobre la renta y eliminando para todos el de sucesiones; eso sí, esa bajada acarreará incremento de la inversión y del consumo que, a su vez, producirán una aumento de la recaudación que permitirá al Estado tener más y gastar más cobrándonos menos impuestos. Luego llega Mariano Rajoy y nos promete tropocientos mil policías. Como no iban a ser menos los socialistas responden diciéndonos que de esas ofertas ellos más y nos prometen seguir bajando los impuestos, aunque algo menos que los conservadores, y, a cambio, nos ofrecen cantidubi política social que se financiará de modo parecido y, en parte, bajando gastos impopulares. Programa electoral, palabras que se lleva el viento, lugar donde toda contradicción tiene su asiento.

Lo malo no es tanto que unos y otros hagan esas promesas, cuanto el hecho de que tanto unos como otros saben que esas propuestas de aumentar el gasto y disminuir el impuesto no se pueden cumplir, y por tanto, al prometer tales cosas dicen cosa distinta de la que saben cierta con intención de engañar y a eso el diccionario le dedica una muy precisa palabra. Porque saberlo lo saben, lo dicen sus hechos. Así, de 1996 a 2002 la presión fiscal española, que era de algo más del 33% cuando se marchó Felipe González, ha pasado a estar un poco por encima del 35%: el PP de Rajoy, Rato y demás compañeros mártires ha subido los impuestos en casi un 7%, un par de billones de pesetas de las de antes. El Estado es más grande hoy, y gasta más, que en l996, a diferencia de lo que ha sucedido en casi todos los países de la Unión Europea. Claro que existe la percepción de que ha bajado la renta esencialmente porque inteligentemente se ha optado por una tabla de deducciones que equivale aproximadamente a lo que cada uno tiene que pagar, con lo que ha desaparecido el susto de cada junio (los estudiosos llaman a eso ilusión financiera), la renta ha bajado para los perceptores de rentas de capital, y no para los demás. Como muestra un botón: el que suscribe paga a un treinta y tantos por ciento lo que ingresa por trabajo y al 15% lo que ingresa por rentas del capital. Ya se sabe que las rentas del capital son la fuente de ingresos principal en Orriols, Mislata o Serra. Eso sí, en gasto social hemos caído por debajo del veinte por ciento, es decir hemos vuelto a principios de los ochenta, y andamos entre cinco y siete puntos por debajo de la media europea. Curiosa manera de impulsar el pleno empleo, el trabajo de la mujer y de proteger a la familia. En cuanto a lo que ha subido, pregunten a cualquier fumador.

Los socialistas no han podido cocer un pastel de esa clase porque están en la oposición, pero su oferta sigue parecido camino: se nos promete una enérgica política de gasto social destinada a reducir la diferencia que en la materia nos separa de la media de la Unión, y que supone en si misma una importante redistribución de los recursos socialmente generados, no ya sin subir los impuestos, sino incluso bajándolos, y no ha faltado portavoz que ha señalado que el mayor gasto social se hará, en parte, con dinero de Defensa. Que el mismo programa apoye decididamente una mayor integración europea y apueste por una defensa europea que supondrá en nuestro caso multiplicar ese capítulo de gasto por un factor no menor de dos es, sin duda, una pequeña anécdota que en nada oscurece tan brillante oferta. Cuando llegar a la media europea en gasto social supone aumentar el gasto público en cifras que andan en el entorno de los cinco billones de las antiguas pesetas, y llegar a los andurriales del gasto medio en defensa supone del orden de un billón adicional al efecto de llegar a obtener una defensa europea autónoma respecto del paraguas USA, hablar de reducción de impuestos, o de su congelación, se parece sospechosamente al cuento de la lechera en una interpretación benigna, porque si somos mal pensados...

La implacable realidad (los hechos son tozudos y no se dejan torear por programas electorales) es bien otra: España ha tenido tradicionalmente un Estado débil porque ha tenido asimismo tradicionalmente una fiscalidad débil. La debilidad del Estado supone costes, a veces muy elevados; supone pérdida de oportunidades por no contar con el capital humano que previamente no hemos formado al no invertir suficientemente ni en una buena enseñanza, ni en una satisfactoria I+D; supone no poder llegar a tiempo a los mercados porque no se cuenta con las infraestructuras necesarias; supone tolerar una dosis de injusticia adicional porque no hemos invertido previamente ni en Justicia ni en jueces; supone tener menos población activa y más paro porque no invertir en servicios sociales supone renunciar a la creación de empresas y de puestos de trabajo. Supone tener una floja Administración porque pagamos mal a los funcionarios. Y así sucesivamente. No es casualidad que los países que tienen un alto nivel de bienestar y de desarrollo humano combinen la apertura al exterior y la inversión en capital humano con un elevado gasto social financiado con altos impuestos y un apreciable grado de igualdad social. Yo quiero que los españoles vivan como se vive en Dinamarca. Eso exige un Estado poderoso aliado a una potente sociedad civil. Y eso, aquí y ahora, no nos lo propone nadie.

Tal parece como si nuestra clase política viviera en una campana de cristal o en un país de las maravillas que no es el nuestro. Tal parece porque la mendacidad se ha convertido en moneda de uso común en una democracia que es, por ello, manifiestamente mejorable. No deja de ser significativo que precisamente una cuestión política crucial como esa, el revertir un proceso de degradación de la democracia en el que estamos inmersos, haya atraído tan poca atención y tenga tan poco papel en la campaña que viene. Me parece que los españoles podemos querer tener a mano la posibilidad de votar al mejor, en vez de limitarnos a escoger el menos malo entre dos o tres opciones posibles.

No se habla de que se debe hablar. Sólo en el reino de la mentira puede ser creíble la subasta fiscal.

Manuel Martínez Sospedra es profesor de Derecho de la Universidad Cardenal Herrera-CEU.

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