Cosmopaletos
Con los excesos de casticismo que hemos sufrido en Madrid últimamente, hasta al nuevo alcalde le preocupa que un Madrid de capas y chulaponas pueda ser un peligro para el espíritu cosmopolita e integrador de la capital del 2012. Lo comprendo y se lo agradezco. Pero existe también un cosmopaletismo que tiende a ver peligro de casticismo en todo lo tradicional y popular. Ese colectivo de papanatas está integrado en general por nuevos ricos, más o menos ilustrados, menos que más, y que suelen ser frecuentadores de Manhattan en horas punta.
A Manhattan, en cambio, han llegado con éxito algunos progres supervivientes de la movida que, más que rechazar lo castizo por sistema, consiguieron convertirlo en otra cosa. Es verdad que la movida sirvió para unas risas en unos tiempos en que las risas, además de necesarias, eran posibles. No estamos en la movida, ni creo que la nostalgia de aquella agitación nos sirva ahora para lo mismo. Quizá, de pervivir, la movida sería a estas alturas otra forma de casticismo, y algunas de sus expresiones artísticas estarían más caducas que La verbena de la Paloma, que no ha corrido esa suerte. No es de extrañar, pues, que a los nuevos urbanitas, no bien sacudida la caspa rural que se trajeron de la dehesa, les escandalizara el mes pasado, por san Antón, que el pueblo llano se diera sus vueltas con sus animales por la calle de Hortaleza en una pueblerinada que forma parte de los contrastes de Madrid. Tan excéntrica concentración, por la que pasan lo mismo las ancianas con sus chuchos disfrazados, con el ridículo aflorando sólo en el hocico del perro, jóvenes con el pelo pintado y un gato en el regazo con floripondios, o un mono al hombro, no es otra cosa que una expansión de la gente con un toque pintoresco, una expresión de la inocencia popular que toma la bendición de los bichos como pretexto. Los que ataviaban a sus animales con la bandera de España, más este año que otro, no eran todos del PP o enemigos del tripatirto catalán, aunque miré a la cara de los dueños de algunos canes ataviados con la bandera de EE UU por si la aznaridad empezaba a manifestarse de esta manera. Y un espectacular cerdo, que se había traído un señor de Burgos, y que de tan abundante casi no andaba, no creo se llamara por casualidad Felipe. Que el dueño del guarro no se atreviera a explicarme por qué había elegido ese nombre, y no el de José María, el de José Luis o el de Alberto, y que insistiera en su respuesta con que todo animal debe llevar nombre cristiano, me confirmó en la sospecha de que quiso honrar de este modo a un Felipe concreto. Pero temí que, hallándonos en Chueca, a un descuido, los perros de la Guardia Civil, que tanto la humanizaban en el desfile, olieran en el bolsillo de un espectador una piedra de hachís y se alterara la fiesta.
Sin embargo, no hubo más alteración, al menos por lo que a mí respecta, que la que me produjo oír la conversación de dos pedantes a los que les parecía increíble que en una gran ciudad del siglo XXI pudiera suceder aquello, como si Londres, París, Nueva York, y no digamos Roma, no se nos apueblerinaran por donde menos te lo esperas con parecidos folclores. De lo que estoy seguro, sin que me vaya nada en la defensa de estas romerías, es de que no es esto lo que puede hacer peligrar ese gran ventanal de la modernidad en que para el 2012 quiere convertir Madrid su alcalde. Que es lo que, postrado de hinojos, le prometió Gallardón a José María Aznar. Como si el presidente fuera el primero que tenía que saber, en el trance de su despedida, que por muy ingratos u olvidadizos que seamos los españoles, el ventanal del Madrid del 2012 mostraría al mundo que un madrileño como él nos metió en la modernidad por puerta segura. Pero tal vez porque Aznar está convencido de que tiene un puesto en la historia no se encandiló con el halago; lamentó, en cambio, no haberse visto como deportista en el vídeo de promoción del Madrid Olímpico. Ese chascarrillo sí que fue verdaderamente castizo: el cosmopolitismo de Aznar, que frecuenta Manhattan, no afecta a sus esencias, más bien las reafirma.
Me acordé de Machado. Dice por boca de Mairena que "los periodos más fecundos de la historia son aquellos en los que los modestos no se chupan el dedo". Tenemos difícil saber si se lo chupan: parecen haber desaparecido los modestos.
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