Tiempos modernos
Es una simple empleada, la narradora, apenas sabemos nada de ella, ni cómo se llama, ni qué siente, ni qué echa en falta; es, sí, una simple empleada, descasada, pero con el pudor necesario como para que su vida, sus secretos, no ocupen más de una línea. Es una simple empleada que sube y baja en la escala social/laboral de una torre de cristal, de una torre de babel con pies de barro, una torre transparente, llena de luces, y de sombras, luces y sombras, soledades y secretos como los de un cuadro, en este caso vertical, de Hopper, el pintor de interiores iluminados por la helada soledad de seres sin alma, ese pintor al que cita una vez, creo, esa simple empleada, nuestra narradora, una narradora tan inverosímilmente como, a su vez, verosímilmente omnisciente.
UN MILLÓN DE LUCES
Clara Sánchez
Alfaguara. Madrid, 2004
299 páginas. 19,50 euros
El tono, totalmente acertado de esta novela, es su deliberado desenfoque. La narradora omnisciente, una simple empleada, coloca al lector allá en un desmonte del extrarradio (como se decía en las novelas sociales antiguas) y a lo lejos se ve la ciudad, una ciudad, Madrid, sea, de un millón de luces, una ciudad de un millón de cadáveres; ahí deja, la narradora, al lector, para que vea la ciudad parpadeante con sus luces, creando así, en el lector, una cierta sensación desenfocada, desasosegante. En un desmonte del extrarradio, al otro lado de una eme-treinta, o eme-cuarenta o eme-cincuenta, tanto da, o si se prefiere, desde ese tramo de carretera, tan sacado en el cine (y Clara Sánchez es una gran cinéfila, pero bueno, no estamos hablando de ella, sino de la narradora invero/vero omnisciente), desde esa colina desde la que se ve el millón de luces de Los Ángeles.
Esa torre de cristal, esas cel
dillas iluminadas en la noche, es una metáfora de estos tiempos modernos, los de la deshumanización del trabajo, tiempos modernos, claro, por la película de Chaplin, de los años treinta del siglo pasado, de ayer, vamos. Una torre de cristal que es también, y a su vez, un rompecabezas de mil piezas, que van cobrando sentido, según cuadren unas y otras. Las vidas, los secretos, los sentimientos, los amores y los desamores, los afectos y los desafectos, las ambiciones y los derrumbes son como chalés paredaños; los unos se apoyan, para protegerse, en la pared que los otros empujan para liberarse, para soltarse. De ahí que esa presencia omnisciente de la narradora consiga clarear el horizonte de la novela (por más que transcurra verticalmente en esa torre de cristal, en esa metafórica torre de babel que se acabará viniendo abajo dada la endeblez de los sentimientos y de las relaciones personales, del peso de los secretos, que son, a la larga, una carga de relojería que no se puede o no se sabe desactivar) e introducirle al lector en esta apasionante novela, en esta historia deliberadamente desenfocada, como ese efecto óptico que produce un millón de luces; una narración desenfocada en la que se cruzan, como ráfagas de coches por una carretera de circunvalación, almas en pena que arrastran sus secretos y sus decepciones como la bola de hierro el preso en la iconografía antigua de los tebeos o de las películas mudas. Clara Sánchez ha creado un espléndido y original tapiz de relaciones personales (hay historias extraordinarias: las de los dos hermanos, las de Hanna, el chófer y sus hijos, ese Sebastián Trenas, esa Anabel que engorda según va avanzando la novela, ese barullo de relaciones adulterinas o no) y laborales, en estos tiempos modernos de torres de babel con pies de barro, en el que todos, absolutamente todos, los personajes, por muy episódicos que sean, atrapan al lector, quedan bien enfocados. Es ésta, en fin, una novela muy original y que se lee, entregado el lector, sin quererla soltar. Por ese deliberado desenfoque general, por ese efecto óptico del millón de luces. Porque detrás de esa simple empleada, de esa narradora invero/vero omnisciente se encuentra una escritora que sí sabía qué quería contar, y cómo.
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