Las ruinas de La Habana
Desde cualquier punto de vista que se examine, resulta difícil explicar de manera concluyente la fascinación que ejerce La Habana sobre la imaginación de sus habitantes y de los forasteros o, para ser más exactos, sobre la mirada que se dirige desde el interior de la ciudad y la que se proyecta desde el exterior. Ambas miradas han conseguido elevar la ciudad, en los últimos años del siglo XX, a la categoría de mito literario. Un mito menor, quizá, o limitado a determinadas áreas culturales, pero que goza de una salud envidiable, aun cuando su argumento más notable sea precisamente lo que, en cierto sentido, podría calificarse como "falta de salud".
Fue en el siglo XIX, con el debilitamiento de su posición estratégica, cuando La Habana asume por primera vez, de manera consciente, su condición de ciudad capital. Muy pronto se emprende la escritura de una ciudad que viene a representar la propia caligrafía de la nacionalidad cubana. El ejemplo de Cirilo Villaverde es el más representativo de esta naciente voluntad de inscribir el discurso de la nacionalidad sobre el tejido de una ciudad cuya edificación parece, desde entonces, posterior a sus textos. Esta situación se consolida durante buena parte del siglo XX, al alcanzar su formulación más acabada en la obra de Alejo Carpentier y José Lezama Lima, los responsables más conspicuos del encumbramiento del mito constructivo o positivo de La Habana.
La metáfora de las ruinas representa la frustración de un destino: personal, familiar, nacional
Sin embargo, lo que sucede a finales del siglo XX es distinto. La imagen de La Habana que habían elaborado las élites intelectuales cubanas sufre dos procesos de erosión casi simultáneos pero de signo opuesto. Por una parte, se produce la recuperación y revitalización de La Habana Vieja, el núcleo fundacional de la ciudad, sobre todo a partir de la declaración en 1982 de la ciudad como Patrimonio de la Humanidad. Con la apertura al turismo, este aspecto cobrará gran importancia y se fomentará cada vez más, pues a nadie escapa el potencial que, como artefacto cultural, tiene el urbanismo de La Habana. En este sentido, resulta relativamente fácil atribuir el atractivo de La Habana a "la añoranza de la experiencia urbana", por citar la opinión del arquitecto y urbanista cubano norteamericano Andrés Duany.
Lo que resulta mucho más complejo de abordar es el atractivo que ejercen sobre propios y extraños las ruinas de La Habana. Es cierto que las ruinas han convocado siempre la imaginación del hombre, pero no son las habaneras unas ruinas "hermosas", como diría Lezama, sino unas ruinas recientes, provocadas por la desidia y el abandono que ha sufrido la ciudad durante casi medio siglo. Circunstancia que, dicho sea de paso, también le otorga a La Habana, paradójicamente, el encanto inefable del anacronismo.
Más allá de La Habana Vieja hay una ciudad carcomida y a punto de desplomarse que constituye en realidad La Habana verdadera. Esos barrios del "tercer estilo", como lo llamaría Carpentier, que componen el centro de La Habana, edificados según los códigos de un eclecticismo a veces pretencioso, por lo general modesto, cuyo repertorio está controlado por la clase media que los habita, constituyen la imagen más coherente de la ciudad y se han convertido en el escenario donde se despliega esa mirada un tanto morbosa sobre las ruinas.
No es que el tema de las ruinas estuviera ausente hasta entonces en los textos cubanos. Las ruinas comparecen no sólo en los discursos negativos sobre la ciudad, que pueden ilustrar Julián del Casal en el siglo XIX y Virgilio Piñera en el XX, sino que amenazan también los discursos positivos por excelencia de Carpentier y Lezama. Pero estas ruinas ubicuas no están provocadas, necesariamente, por la destrucción material, sino que pueden producirse por la ausencia o el abandono. Son ruinas instaladas en la mirada del escritor como un sentimiento de nostalgia, de pérdida o de vacío, como una mirada dolida sobre lo que pudo ser y no fue. En definitiva, una disconformidad permanente con la inadecuación del presente. La metáfora de las ruinas representa, en estos casos, la frustración de un destino: personal, familiar, nacional.
Es difícil identificar esa esperanza en los textos cubanos de la última década, por ejemplo, en las novelas de Abilio Estévez o de Pedro Juan Gutiérrez, o en una película tan controvertida como Suite Habana. Con dolido estupor se asiste, por otra parte, al entusiasmo que muestra la mirada extranjera ante esas ruinas, propagado a través de numerosos álbumes fotográficos y de películas como Buena Vista Social Club. ¿No conducirá esa estetización de la decadencia a la destrucción real de la ciudad? ¿Esa "deconstrucción" de La Habana no tendrá en el futuro el mismo efecto que la "construcción" previa de la ciudad que realizaron los intelectuales cubanos del siglo XIX y la primera mitad del XX? Para aquellos a quienes, en el fondo, les "duele" La Habana, para quienes aman La Habana, aunque sea con ese amor en el que se mezclan la invencible tendencia a la cursilería, la desmesura que roza la grandilocuencia y la curiosidad compulsiva que degenera en promiscuidad -atributos que, en mayor o menor medida, caracterizan la escritura de "lo cubano"- quizá ya sea hora de redescubrir o leer la ciudad que perpetúan y reconstruyen algunos libros y guías de arquitectura que, afortunadamente, comienzan a editarse o reeditarse, aunque sean menos conocidos. Esos libros que sólo pretenden mostrar lo que existe, y que sin proponérselo quizá, son también el testimonio de un sueño.
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