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El terremoto

Parto de la convicción según la cual, lejos de ser un capítulo cerrado, el choque sísmico que el pasado lunes sacudió hasta los cimientos la política catalana todavía dará lugar a un buen número de réplicas, efectos secundarios y ruidosos reajustes de las placas tectónicas. Con todo, la magnitud del suceso exige intentar, sin más demora, un balance provisional de los daños, que no son baladíes, y un primer recuento de víctimas, que no son pocas.

Igual que sucede con los seísmos geológicos, también en este caso la endeblez del terreno y la fragilidad de las construcciones afectadas han multiplicado la devastación. Sin metáforas: si, en lugar de seguir dócilmente al Partido Popular por la senda del Pacto Antiterrorista, de la Ley de Partidos Políticos, de las reformas espurias del Código Penal o del cierre de Egunkaria, el PSOE hubiese sido capaz en los últimos años de desarrollar y hacer pedagogía de una política propia, distinta, alternativa no sólo frente al terrorismo, sino también ante el nacionalismo democrático gobernante en Euskadi; si hace apenas 10 días el señor Rodríguez Zapatero no se hubiera sentido en la necesidad de anunciar que nunca encabezaría un Gobierno sustentado sobre el apoyo de las minorías nacionalistas -admitiendo tácitamente, pues, la doctrina del PP de que esas minorías no están legitimadas para tan altos menesteres-, entonces la solidez del partido socialista para resistir incólume el impacto mediático-derechista de esta semana habría sido muchísimo mayor y la confianza de la calle de Ferraz en la autonomía del proyecto maragallista habría aguantado algo más de 12 horas, y sin la crisis de pánico socialista del lunes por la noche tal vez todo hubiera quedado en un buen susto.

Desgraciadamente no ha sido así, y el efecto dominó de aquel primer derrumbe -el de Rodríguez Zapatero y sus barones ante el Partido Popular y sus corifeos- ha dejado buena parte del nuevo escenario político catalán lleno de cascotes y ruinas. En efecto, el provisional desenlace de la crisis asesta un golpe durísimo a la siempre problemática -al menos, para una buena mitad del electorado- credibilidad del PSC como partido soberano y dueño de sus decisiones. Se podrá vestir como se quiera, pero la secuencia de comunicados y declaraciones suscritos por Rodríguez Zapatero, Maragall, Chaves y Montilla entre la mañana del lunes y la tarde del martes dibuja -casi caricaturiza- esa imagen que Convergència i Unió tanto agitó durante tantas campañas electorales: la de un presidente de la Generalitat supeditado a Madrid. Imagen simple e injusta, sin duda, pero que inflige grave daño a aquella otra, tan laboriosamente construida, de la progresiva e inexorable maragallización del PSOE.

Claro que, para el PSC, no todo son pérdidas: la amortización del cargo de conseller en cap y la inminente salida de Carod Rovira del Ejecutivo liquidan la bicefalia instaurada en diciembre y dejan al presidente Pasqual Maragall sin contrapeso político, ni competencial, ni protocolario. Puesto que ninguno de los cinco consejeros republicanos que se mantienen parece -al menos, a corto plazo- en condiciones de reemplazar a Carod en su papel de coliderazgo del Gobierno y dado que ERC sigue siendo crucial para la mayoría parlamentaria del tripartito, ello plantea un desequilibrio imprevisto en el pacto del Tinell, peligroso para Esquerra pero inquietante también para la estabilidad de la coalición.

Por otra parte, el terremoto de esta semana ha subvertido brutalmente las prioridades de una agenda política catalana que gozaba de amplio consenso desde mucho antes del 16 de noviembre y que presidió aquellos comicios. De repente, y como consecuencia de la pirueta de Carod Rovira proclamándose cabeza de lista para las elecciones de marzo, tal parece que el centro de nuestro debate político y la brújula de nuestros próximos votos ya no deba ser la reforma del Estatuto, ni un sistema de financiación más justo, ni siquiera la incipiente gestión del Gobierno "catalanista y de progreso", sino la manera de abordar el problema de ETA, un problema sobre el que no tenemos competencias, del que desconocemos muchas complejidades y que, por fortuna, parece en vías de extinción. Precisamente porque, en paralelo al respeto y el afecto, siempre he considerado a Josep Lluís Carod un demócrata de sólida raigambre, me preocupa que el intento de convertir la próxima cita con las urnas en un plebiscito personal, en el "juicio del pueblo" sobre una conducta individual, y ese recurso reiterado del líder de ERC al "feu-me confiança", puedan sembrar entre la ciudadanía una concepción carismática o providencialista de la democracia que sería muy poco sana.

De cualquier modo, y al margen de cuáles sean los efectos del seísmo sobre el escrutinio del 14 de marzo en Cataluña -para Esquerra pueden acabar siendo pingües si tertulianos histéricos, ministros demagogos, fiscales serviles y víctimas profesionales del terrorismo perseveran en la crucifixión de Carod-, lo seguro es que el estado actual de las cosas y su evolución previsible garantizan unos meses de incógnitas, sorpresas y golpes de efecto: ¿marchará de veras el líder republicano a Madrid, a encabezar durante cuatro años un pequeño grupo parlamentario de oposición a la mayoría más o menos absoluta del PP? Si así fuese, ¿es posible dirigir un partido nacionalista catalán desde el Congreso de los Diputados? ¿Y quién le reemplazaría, y con qué efectos orgánicos, como conseller en cap por ERC? Si, por el contrario, la candidatura en las generales es sólo una jugada táctica y -según ha confesado preferir- Carod espera recuperar la jefatura del Gobierno dentro de dos meses, ¿se avendrán el PSC y Maragall a ello sin temor al escándalo subsiguiente? Y en caso de resistirse, ¿cedería Esquerra al sacrificio definitivo de su secretario general...?

Sí, seguramente los anteriores 23 años fueron muy aburridos, pero ¿no habremos caído en el extremo opuesto?

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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