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Europa: la variable oculta

Pere Vilanova

Hace unos días tuve la suerte de participar en uno de los interesantes desayunos europeos que realiza mensualmente la Fundación Cidob de Barcelona bajo el impulso de Narcís Serra. El ponente era un eurodiputado del Partido Popular, e hizo una patriótica exhibición del espíritu 2 de mayo contra Francia y nuestros afrancesados (entre los que me cuento, por haber tenido el privilegio de ir a la escuela pública, laica, republicana y gratuita francesa). Ello no tiene nada de particular, si no fuera porque el discurso impregnaba no la política internacional del PP, sino la política europea del Gobierno español. Luego, en el debate, las réplicas fueron numerosas y contundentes, pero al término del desayuno quedó en el aire una sensación de malestar difuso, o así me lo pareció. ¿Todo el problema es si la culpa es de España o de Francia? ¿Por qué? Por la certeza de que las cosas no van bien, la culpa siempre es del otro, y aunque siempre se puede echar mano del recurso a la falta de voluntad política, lo cierto es que no se sabe muy bien cómo salir del bache europeísta, aunque se sabe que ni se puede volver atrás, ni se puede detener en este punto.

Efectivamente, hemos entrado en un año muy importante para la construcción europea. Algunos dicen que decisivo, pero en esto de la política, a menudo tendemos a exagerar calificando de decisiva cualquier cosa. En todo caso, 2004 será un año importante y las cosas no irán bien para Europa porque, en teoría, en 11 meses los políticos que dirigen el proceso tienen que resolver, al menos y simultáneamente, los siguientes asuntos: la ampliación a los nuevos socios del Este; la polémica sobre la mal resuelta aplicación del último tratado (o lo que es lo mismo, admitir que Niza, en diciembre de 2000, empezó mal y acabó peor); la falta de debate sobre los escasos progresos en el terreno de una política exterior y de seguridad común; cerrar -con sanciones o sin ellas- el problema del Pacto de Estabilidad y qué pasa cuando no se cumple; ¡ah!, y decidir qué hacer con la non nata Constitución, que no era tal pero da igual, está en el congelador o en la morgue, según se mire. Todos estos problemas se reducen a dos: ¿cómo resolver a la vez los problemas de la reforma institucional y de la ampliación a 10 socios más? No es casual que las encuestas de opinión muestren, sobre un tramo que va de Maastricht a la actualidad, un crecimiento lento pero tenaz del euroescepticismo. No es para menos, como no lo es que el auge de neopopulismos nacionalistas en estos años, desde Austria hasta Holanda, desde Italia hasta Bélgica, tiene también que ver con el desencanto europeo.

De todas las variables que se suelen invocar para explicar este punto muerto en que está el proceso, hay una que queda oculta y que de buen seguro muchos no admitirán en absoluto o la recibirán como un agravio. Vayamos directos a la provocación: la verdad es que ya no hay partidos europeístas. ¿Cómo? Bien, digamos que ya no hay partidos europeístas como los de antes, o los que todavía subsisten, ya no lo son a la manera del momento del impulso fundacional. A lo que hay que añadir una paradoja muy dura: ahora, como todos (o casi) son europeístas por defecto, casi ninguno lo es del modo en que lo eran los que fundaron Europa. Los políticos europeos del impulso fundacional, en las décadas de 1950 y 1960, eran políticos que habían vivido la II Guerra Mundial, a menudo las dos guerras mundiales. Tenían la inmediatez del cataclismo a su favor, y su poder político en las instituciones nacionales se puso al servicio del proceso común, no al revés, como sucede ahora, en que se traslada a cada instancia, institución o negociación europea la lucha por el mantenimiento de la cuota de poder nacional. El desastre de Niza y del proyecto de Constitución residen no tanto en la actitud de Aznar o de Chirac como en la actitud común a la actual clase política europea de que lo esencial es, en cada modificación del statu quo, garantizar que la cuota nacional no pierde espacio. Hay que fijarse en que lo más enconado del problema reside siempre en minorías de bloqueo, es decir, garantías de que se puede parar el tren. Si avanza o hacia dónde da igual, lo importante es poder pararlo. Vaya entusiasmo.

No, Europa la fundaron la democracia cristiana, la socialdemo-cracia, la caída del nazismo y la Unión Soviética. Quedan democristianos, aquí y allá, pero el espacio y el alma de centro derecha que representaban a escala continental han sido sustituidos por un conglomerado de fuerzas conservadoras (los británicos), neoconservadoras (Aznar), populistas y demagogos (Berlusconi), o democristianos arrinconados en la oposición, que si vuelven al poder ya han dicho que será para dar fe de su proamericanismo (Alemania). A lo que se puede sumar el auge de la extrema derecha, cuyo antieuropeísmo no necesita demostración. A la izquierda, fragmentación o debilidad en el campo socialdemócrata, reconversión meritoria pero de alcance social muy limitado en los partidos poscomunistas, y proliferación de ecologistas y movimientos diversos, poco consistente en términos de entusiasmo europeísta. Gobierna Blair pero no por y para Europa. En Francia, el naufragio de Jospin todavía dura. En Italia, madre de todos los naufragios de la izquierda, del partido de Berlinguer queda poco, del de Craxi mejor no hablar, quedan el Olivo, la Margarita y el insulto de que el único partido nacional sea en este momento la Alianza Nacional de Fini. Queda un Schroeder a la defensiva, y un Zapatero que, desde luego, viaja poco: acaba de no ir a Davos porque va a empezar una campaña electoral que podía tolerar perfectamente una ausencia de dos días. Ah, y el movimiento altermundialista tiene más protesta antieuropea que propuesta europea, aunque esta afirmación pueda parecer simplista.

Echaremos de menos a Monnet, Schuman, De Gasperi, Spaak, Adenauer, De Gaulle, Schmidt, Delors, incluso a Kohl y González. En esta perspectiva, la llegada de 10 nuevos socios que, por razones más que comprensibles, esperan de Europa fondos de compensación y de Bush el liderazgo político, es un problema adicional. Ya anticipo las protestas de amigos y conocidos, pero podemos citarnos para enero de 2005 y hacer balance.

Pere Vilanova es catedrático de Ciencia Política de la UB

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