Desmentido del horizonte
A medida que más se acerca el 30 de junio, fecha prevista por los ocupantes para transferir el poder a los iraquíes, más parece quedar en evidencia que lo que nos hemos jugado en la más innecesaria de las guerras emprendidas en Oriente Medio va mucho más allá del destino de un país lejano, devastado por décadas de tiranía y de conflictos y con veinte millones de habitantes deambulando sobre un mar de petróleo. Para empezar, el análisis de los documentos incautados a Sadam Husein en el momento de su captura prueban de manera fehaciente que, en contra de lo que sostuvieron a sabiendas los promotores de la invasión, la dictadura iraquí no sólo no coordinaba su estrategia con el terrorismo internacional, sino que recelaba de Al Qaeda y otros grupos yihadistas. De igual manera, la dimisión de David Kay, jefe del equipo norteamericano encargado de buscar las armas de destrucción masiva tras la ocupación, parece confirmar un secreto a voces desde los tiempos en los que Hans Blix presentaba sus informes ante el Consejo de Seguridad: que el Gobierno de Washington, incluyendo en él a Colin Powell, mintió deliberadamente también en este punto, con la complicidad de los primeros ministros del Reino Unido y de España.
Con la excepción de Tony Blair, cuya asunción de responsabilidades, al menos indirectas, se sustanció en un proceso ante el juez Hutton, los otros dos participantes en la construcción de la coartada de esta guerra se siguen desenvolviendo en la vida pública con la aparente convicción, no de que son inocentes, algo que ya resultaría grave, sino de que han alcanzado la absoluta impunidad, algo que, por su parte, nos ofrece un alarmante indicio acerca de la naturaleza de los hechos a los que nos enfrentamos. Se reúnen entre ellos, hacen balance del trabajo realizado y al despedirse, según testimoniaron en una última ocasión ante la prensa, se cruzan elogios que, escuchados en sus labios, nos obligan, o bien a disculparlos por ridículos, o bien a abominar de una vez y para siempre de términos como sabiduría, prudencia o liderazgo.
Las consecuencias de esta guerra no será únicamente en Irak donde se adviertan, pese a tanto como este país lleva padecido; tampoco en el maltrecho sistema internacional, que sólo la habilidad de Kofi Annan alcanza a sostener a duras penas. Las consecuencias se dejarán sentir, además, en los sistemas democráticos en cuya cúspide se encuentran esos dos íntimos amigos, esas dos almas gemelas que acaban de hacer público su compromiso de por vida. Porque bajo las instituciones democráticas que representan no han escondido un secreto, según acostumbran quienes ejercen el poder; han escondido una mentira. Y en nombre de esa mentira han provocado la muerte de un número de iraquíes que nadie se atreve a revelar y, lo que es aún más escalofriante, siguen enviando a sus propios ciudadanos a poner en juego sus vidas. Cada vez que alguno, en efecto, la pierde, aún hacen alarde de comparecer asegurando que se sienten orgullosos del sacrificio. Pero a la vista de lo que han sido capaces, ¿qué vale su orgullo? Y por otra parte, ¿de qué materia casi divina se imaginan que están hechos para suponer que su orgullo puede ser un consuelo para nadie?
Conscientes quizá de que tarde o temprano se sabría que ni Sadam Husein tenía relación alguna con el terrorismo internacional ni su poder militar era suficiente como para poner en riesgo otra seguridad que no fuese la de sus propios conciudadanos, los infaustos promotores de esta guerra aún tuvieron ocasión de recurrir a un tercer argumento: en realidad, habían emprendido la "apasionante aventura" de democratizar Oriente Medio. Y aquí siguen instalados por ahora, recibiendo el aplauso de grupos de expertos expresamente convocados para aplaudir y de algunos escritores que, con la misma inconsciencia con la que un adolescente podría proclamar, tras dar unos pasos en el interior de la jaula de las fieras, que exageran quienes colocan carteles de peligro, nos anuncia que el mundo es mejor sin Sadam Husein y que, de resultas de su caída, India y Pakistán han alcanzado un acuerdo sobre Cachemira, Libia ha abandonado su programa nuclear y Corea e Irán han hecho concesiones para su control.
Respecto de lo primero, sorprende el inexplicable conformismo de considerar como mejor algo que tan sólo es malo de otra manera, según podrían certificar no pocos iraquíes que padecen decenas de muertos casi a diario y que ven cernirse sobre sus cabezas el fantasma de la guerra civil, un temor compartido por los propios servicios de inteligencia norteamericanos. Respecto de lo segundo, no deja de resultar ilustrativo que la "apasionante aventura" de democratizar Oriente Medio se detenga, precisamente, al tratar con dictadores que, a diferencia de Sadam, logren alcanzar a tiempo un acuerdo acerca de sus arsenales. Según esta sorprendente concepción de la democracia, parecería que un tirano que renunciase a tener armas no es que deja, simplemente, de tener armas, es que deja de ser un tirano. Quizá no valga la pena insistir en la impagable contribución de esta estrategia al prestigio de los tan traídos y llevados valores de Occidente entre los ciudadanos de diversas regiones del planeta, obligados a padecer lo que antes se llamaban "regímenes moderados" y que ahora han empezado a recibir el nombre de "gobiernos comprometidos en la lucha contra el terror".
Enfrentado a los planes para la transmisión parcial del poder político en Irak, anunciados por el jefe de la Autoridad Provisional el pasado mes de noviembre, el imam Alí Sistani ha reclamado de los ocupantes la celebración de elecciones. Con esta exigencia, respaldada por la nutrida manifestación que tuvo lugar recientemente en Bagdad, Sistani expresaba su rechazo a la creación de la Asamblea Nacional encargada de redactar la futura Constitución iraquí mediante un sistema de cooptación, que privaría a la generalidad de los ciudadanos de intervenir en un texto decisivo para su futuro. La reacción de quienes, a diferencia de Sistani, decidieron oponerse a la ocupación desde la violencia no se ha hecho esperar, y han recrudecido el número de ataques y atentados. De acuerdo con su visión, la legitimidad que reclaman para las armas quedaría en entredicho si se abriese un proceso electoral con garantías. Esto, por sí solo, constituiría un argumento suficiente para no despreciar la exigencia de Sistani: el mejor procedimiento para apartar del futuro político de Irak a los restos armados de la antigua dictadura, además de a los yihadistas y fanáticos de diversa condición que, si alguna vez llegaran al poder, no dudarían en volver las armas contra sus propios compatriotas, es permitir que los propios iraquíes se pronuncien.
Pero es en este punto donde han vuelto a aflorar los terrores acerca de la extensión del sistema democrático a los países de mayoría musulmana, que la política europea y norteamericana ya experimentaron en otras ocasiones. A la reacción que, sin reconocer abiertamente el miedo a que unaselecciones en Irak arrojaran un resultado incorrecto, se limita a subrayar los problemas técnicos de celebrarlas antes del 30 de junio, bastaría con oponerle un solo hecho: esa fecha ha sido fijada por la Autoridad Provisional pensando en la agenda interna norteamericana, no en la agenda iraquí. Por más esfuerzos de realismo que se exijan, por más recordatorios que se hagan de que el mundo es como es y, por lo tanto, no se le puede reclamar al partido que gobierna en la única superpotencia que se suicide electoralmente, tampoco se debería aceptar resignadamente que en nombre de la inminencia de la campaña norteamericana se sacrifiquen los principios democráticos en Irak. Primero, porque quien pretende revalidar su mandato en Washington embarcó al mundo en una guerra en nombre de ellos. Pero, además, porque enajenarse la neutralidad del imam Sistani y sus seguidores en estos momentos decisivos para el futuro de Irak constituiría un nuevo error político, que habría que contabilizar entre los más graves de los que se han cometido desde que comenzó esta locura.
Por lo que se refiere a las reacciones que, a diferencia de la anterior, no disimulan sus recelos bajo el manto de las dificultades técnicas, sino que reconocen abiertamente su temor a que unas elecciones en Irak arrojen un resultado incorrecto, habría que recordar que el voto de los chiíes no es, automáticamente, un voto chií, y que esta imagen de la realidad iraquí como una constelación de mayorías y minorías religiosas es una entre otras muchas. La capacidad de convocatoria del imam Sistani procede, en primer término, de que en estos momentos no existen en Irak poderes reconocidos por los propios iraquíes, lo cual convierte al suyo en uno de los pocos referentes. Pero procede también del hecho de que muchos iraquíes, chiíes o no, están de acuerdo con sus propuestas y, en concreto, con esta de celebrar elecciones, como quedó patente en la manifestación de Bagdad. Ahora bien, si los ocupantes siguen insistiendo en utilizar en cada nueva institución que crean, en cada iniciativa política que toman, un concepto de representatividad que nada tiene que ver con el democrático, y sí con el que antepone el grupo a los individuos, acabarán por hacer que, en efecto, la realidad acabe pareciéndose fatalmente a la imagen.
De un eventual voto de los iraquíes sólo saldría la Asamblea Nacional, la Constitución y el Gobierno que los iraquíes quisieran, y ésa es la incertidumbre con la que deberían aprender a convivir los ocupantes. Existe un alto riesgo de que el modelo de cooptación propuesto por la Autoridad Provisional en noviembre no la reduzca, sino que, por el contrario, facilite el que, cuando más tarde o más temprano los iraquíes se vean abocados a decidir entre ellos, y sólo entre ellos, acerca de esas cuestiones trascendentales, no lo hagan por vías democráticas, según ocurriría de admitirse ahora la petición del imam Sistani, sino a través de una lucha entre facciones que prolongaría el sufrimiento del país y que, en última instancia, volvería a poner en jaque la estabilidad internacional. Sobre los gobiernos que patrocinaron la más innecesaria de las guerras emprendidas en Oriente Medio recae la opción: o defienden lo que han decidido para los iraquíes o defienden lo que los iraquíes decidan por sí mismos. Si se inclinan por lo primero, a la mentira sobre las relaciones de Sadam Husein con el terrorismo internacional y a la mentira sobre las armas de destrucción masiva habría que sumar una tercera: la de que emprendieron esta guerra para democratizar Irak. Si se inclinan por lo segundo, quién sabe si dejarían entrever para alivio de todos un final, si no feliz, puesto que ya nadie podrá restituir tanto como se ha quedado en el camino, al menos no tan terrible como el que apunta día tras día en el horizonte. Con la voz de los iraquíes expresándose en libertad, tal vez podrían interponerle un sonoro, rotundo desmentido.
José María Ridao es diplomático.
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