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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Un joven impresionable

En el patio gótico del Museo Picasso, la mañana del 21 de agosto de 1968, alguien le dijo a Gonzalo Garciapelayo, el jugador, que las tropas del Pacto de Varsovia habían entrado en Praga. Tenía 21 años y era comunista. No sabe quién se lo dijo. Se ha producido como un fatal deslumbramiento, una nube blanquecina que ha velado el resto de los datos. Algo nuclear en el recuerdo. Los tanques han entrado en Praga: este tipo de frases sumidero por donde se cuela la vida. La oyó cuando salía de las meninas picassianas, adonde volvería muchas veces. Era un joven impresionable y depresivo hasta tal punto de que había tenido un hijo para quedar atado a la vida. Aquel agosto, el niño, Iván, tenía sólo unos meses y su padre lo hacía ondear como un vade retro en medio de la espesa saliva existencialista de su generación.

A Gonzalo Garcíapelayo los cascotes del muro sólo le produjeron rozaduras. Cuando cayó, él ya había pasado al otro lado

Praga, además. Le había cogido gran afición al cine checo. Milos Forman. Y sobre todo Trenes rigurosamente vigilados, de Jiri Menzel, sobre la gran novela de Hrabal. Las películas checas las había visto el año anterior en París, donde estudiaba cinematografía. Se pegó a ese cine, y a los escritores y a la primavera de Dubcek, y por todas estas razones le pareció que la monstruosa cremallera de los blindados se cerraba sobre su propio cuerpo.

Tragó, sin embargo, y fue lo peor. Los inevitables errores del socialismo, acabó diciéndose, aunque algo taciturno. No fue hasta 1975, año en que conoció a Roberto Fandiño, el montador de su primera película, cuando se arrancó la costra de ilusión del siglo XX para encararse con su tragedia. Fandiño era cubano. Lentamente, a lo largo de muchas conversaciones, le fue mostrando la encarnación concreta de los errores socialistas. Hasta que llegó un momento en que el error adoptó la definitiva fisonomía de un crimen. Mientras Fandiño hablaba, él recordaba su juventud y, obsesivamente, la oportunidad perdida de aquella mañana en el Picasso.

Trató de consolarse. A pesar de su fondo cristiano, autopunitivo, sacrificial, trató de consolarse. Al fin y al cabo, él sólo era un joven doblemente controlado por una dictadura (la de Franco) y una ilusión. Otros no eran jóvenes. Eran adultos y vivían libremente, gozaban de la veneración del mundo, tenían sólidas defensas intelectuales. El gran poeta Neruda condecorado por Stalin. Pensaba en él, en los días posteriores de Fandiño y la transición española, cuando insultaban violentamente a Perales, un cantor del barrio, por actuar en el Chile de Pinochet. Muy bien. Pero uno se llamaba Perales. Pe-ra-les. El otro era Neruda, austral y celeste. Pensaba también en el gran número de viajes que tuvo que hacer Sartre a Rusia para convencerse de que la tierra no era plana. Trabajo de campo, de concentración. Pensaba incluso en Richard Strauss, despojado de todos sus galones: arrancados ante el público. Sus derechos de autor bloqueados, su nombre expulsado de todos los programas. El castigo a Strauss por no haberse opuesto con fuerza al nazismo. Estuvo bien hecho. Ejemplar, sin duda. Pero ¿y qué hacer con la actitud de lo que el prosoviético Willi Münzenberg, aquel gigantesco manipulador de la conciencia de los intelectuales de su tiempo que acabó ahorcado en un bosque de Francia, llamaba "el club de los inocentes"? Este párrafo de la irresistible biografía de Münzenberg que escribió Stephen Koch: "Quería esparcir la sensación, como una ley de la naturaleza, de que criticar en serio o desafiar la política soviética era prueba inequívoca de ser una mala persona, intolerante y posiblemente inculto, mientras que apoyarla era prueba infalible de poseer un espíritu progresista, comprometido con todo lo que era mejor para la humanidad". Exactamente ese párrafo.

Cabizbajo volvió a Sevilla, donde entonces vivía. Sevilla y Barcelona siempre le parecieron dos ciudades muy parecidas. Era casi un secreto, justamente desvelado en nuestros días por La ciudad del arco iris, la película de Gervasio Iglesias. La película sostiene lo que Garciapelayo vio siempre: al igual que la proximidad a Francia había convertido Barcelona en una ciudad abierta, la base de Rota, esa América interior, había hecho lo mismo con Sevilla. El joven Garciapelayo fue creciendo. Ha acabado siendo un tipo con suerte. Aunque a sus 20 años no reaccionó con la energía y lucidez que ahora se pide, los cascotes del muro sólo le produjeron rozaduras. Cuando cayó, él ya había pasado al otro lado. Tiene su importancia: otros aún se suben altivos a otear desde las ruinas: Benito Zambrano va a rodar a Cuba y hasta Pe-ra-les calla. Garciapelayo evitó también la segunda vereda letal de su generación: a veces se ve como un solitario que anda entre cadáveres, la mayoría hijos de las drogas y la velocidad.

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Por gratitud a Barcelona y a la revelación sólo parcialmente atendida, siempre escucha con gesto renuente como Battiato canta Prospettiva Nevsky: "L'inverno con la mia generazione, / le donne curve sui telai vicine alle finestre. / Un giorno sulla prospettiva Nevsky".

No. Prospettiva Nevsky no es el paseo de Europa. No puede serlo. El paseo de Europa son las Ramblas, mestizas y marítimas, aquellas idénticas a la primera vez cuando las atravesaba sonámbulo, un chico con buenos sentimientos y llevando la primera patada en la boca del estómago.

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