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Columna
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Para qué sirve la política

La política es una actividad cuyo objetivo es el de resolver pacífica y razonablemente conflictos entre las personas y los grupos humanos. Más precisamente, la política es una forma particular de afrontar aquellos conflictos que deben resolverse democráticamente. Son muchos los ámbitos de la vida en los que la política no actúa: todos aquellos en los que la lógica dominante no es la democrática, en sentido estricto, sino alguna otra, como la jerarquía, el conocimiento, el afecto, la confianza, etc. Así pues, la política sólo tiene sentido porque los seres humanos habitamos un espacio de interacción que no se deja someter a otra norma que no sea la de la discusión libre y la contraposición de proyectos sociales diversos con el objetivo de alcanzar acuerdos que hagan posible la coexistencia en el conflicto. La política no puede pretender eliminar el conflicto social, sino hacerlo habitable.

Una definición clásica de conflicto social es la ofrecida por Lewis Coser: "Lucha por los valores y por el estatus, el poder o los recursos escasos, en el curso de la cual los oponentes desean neutralizar, dañar o eliminar a sus rivales". Se trata de una caracterización sumamente dura: se habla de causar daño o incluso de eliminar a los rivales. Se trata de una definición que, en la práctica, lleva en su seno una afirmación no sólo sobre lo que es la situación de conflicto, sino sobre la forma en que inevitablemente acabará resolviéndose: mediante la neutralización o la eliminación del contrario. Tal vez sea la definición que mejor se adecua al modo en que, normalmente, vivimos o pensamos el conflicto: como una situación penosa, en la que el enfrentamiento es inevitable, donde nos jugamos la victoria o la derrota; como un juego de suma cero, donde lo que uno gane sólo puede proceder de la pérdida de otro. No es, sin embargo, la única definición de conflicto que podemos encontrar en la literatura sociológica.

Otra definición no menos clásica es la de Max Weber, quien caracteriza el conflicto como aquella acción "intencionalmente orientada a la realización de la voluntad del actor en contra de la resistencia de la otra parte o de las otras partes". Sin modificar sustancialmente el fondo de la primera definición -dos o más partes enfrentadas- se trata de una caracterización que no prejuzga sobre el resultado del conflicto y que por ello resulta más suave, si bien cabe suponer que en la mayoría de las ocasiones será imposible realizar pacíficamente la voluntad de una de las partes sobre la otra o las otras. Veamos una definición más. Anthony Giddens es autor de un voluminoso manual de sociología en el que se ofrece la siguiente definición de conflicto: "Antagonismo entre individuos o grupos en la sociedad". A primera vista puede parecer una simple tautología, una definición autoreferencial que, por lo mismo, no define nada. Al fin y al cabo, si acudimos a un diccionario de sinónimos comprobaremos que esos dos términos, "conflicto" y "antagonismo", lo son. Sin embargo, es esa misma simplicidad la que, en mi opinión, confiere interés a la definición propuesta por Giddens. Hay conflicto cuando y porque existe antagonismo en el seno de un sistema. Y el antagonismo es una dimensión inherente a toda realidad social compleja.

Así pues, lo importante no es la existencia del conflicto, pues este está siempre presente en la realidad social, sino su definición, la perspectiva que sobre el mismo desarrollamos, la aproximación que hacemos. Si concebimos las situaciones de conflicto como intromisiones en la estabilidad, como rupturas de la normalidad o amenazas al orden, nuestra reacción será la de negarlas, ocultarlas o eliminarlas. Identificaremos conflicto con agresión. Buscaremos causas y, sobre todo, causantes de esos conflictos, causantes que siempre serán los "otros". Y entonces sí pretenderemos neutralizar, dañar o eliminar a nuestros rivales, a los que descalificaremos como enemigos cuando no son otra cosa que antagonistas, compañeros de historia, convecinos habitantes de una misma realidad compleja.

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