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Columna
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Alternativas

"El PSOE ha dejado de ser un partido nacional", repiten los dirigentes del PP, siguiendo el guión marcado desde sus gabinetes de campaña. El líder socialista, José Luis Rodríguez Zapatero, responde que su partido es el que más se parece a España, en su riqueza y su diversidad. Nadie puede negar que en las urnas se enfrentarán el 14 de marzo dos proyectos políticos alternativos. Es lógico que, después de que Aznar haya impuesto su involución doctrinal (lo que en la práctica se ha traducido en la congelación de la política autonómica), la España moderna y sin complejos busque recuperar la voz. Ha llegado la hora de que los conservadores se comporten como tales y de que los progresistas apuesten por el cambio y la pluralidad. En eso se resume la herencia que Aznar deja a Rajoy: el espejismo del PP como partido de la regeneración y la modernización ha quedado limado hasta los huesos, exhausto, revertido hacia posiciones de derecha correosa que aspira a conservar su hegemonía endureciendo el discurso del miedo. Enfrente tiene a un partido socialista que intenta librarse de cierta subsidiariedad desanimada y del camuflaje de los viejos tics ideológicos para atreverse, por fin, a mirar el futuro de frente, con todas sus complejidades. ¿Y el centro? Para la geografía del poder, el centro debería ser ese terreno donde se hace viable el pacto y la negociación. Más que una ubicación, sería una actitud, una disposición al compromiso. De ahí que el PP haya perdido todo el aroma centrista: aunque se sostengan propuestas liberales, el talante autoritario, la descalificación permanente y la apelación a la catástrofe son muy poco centristas. Los cabezas de lista valencianos, Eduardo Zaplana y Carmen Alborch, representan muy bien las dos opciones. Uno es el ejemplo de la profesionalidad de una derecha avasalladora. Ha perdido ya por el camino casi toda el brillo del falso seductor que fue en otro tiempo, pero conserva la contundencia. La otra es un ejemplo de progresismo, modernidad y ausencia de complejos. Militante heterodoxa, un currículo propio y su talento civil para la esfera pública la convierten en una rara avis entre correligionarios muy ensimismados. A Zaplana, que no puede permitirse un éxito modesto, le han puesto delante la adversaria de sus pesadillas.

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