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Un humanista para el año nuevo

No veo demasiados motivos para recibir con una sonrisa el año que se inicia. Los regalos que nos traen los reyes del mundo para la Duodécima Noche corresponden al antiguo adagio, acuñado por Virgilio en La Eneida: Timeo Danaos et dona ferentes. Temo a los griegos, aun cuando ofrecen regalos. Los regalos de los reyes del año 2004 son temibles: guerras preventivas, unilateralismo desbocado, desprecio del derecho y las organizaciones internacionales, odios religiosos y raciales atizados, aplazamiento de las agendas del hambre, la ignorancia, la pobreza, incremento de la carrera armamentista. Soberbia de los poderosos. Incompetencia de los débiles.

Nos queda la cultura. No como refugio sino como afirmación hecha, para parafrasear a Emilio Lledó, a partir de lo que somos. La cultura es parte de la realidad con tantos o más atributos que la política o la economía. No me consolaba, me fortalecía, hace pocos días, al recibir en París el Premio Roger Caillois dedicado a la memoria del extraordinario ensayista y narrador francés al cual le debemos obras de claridad indispensable en medio de las tinieblas que hemos dejado, indefinidamente, alejar a la posible aurora de un nuevo humanismo: El mito y el hombre, El hombre y lo sagrado, Los juegos y los hombres, Los poderes de la novela...

Conocí a Roger Caillois en La Habana durante el mes de enero de 1961 y con motivo del Primer Concurso Literario de la Casa de las Américas. Entre otros, integraban el jurado Alejo Carpentier y Miguel Otero Silva. Caillois era un escéptico entusiasta. Allí estaba, a principios de la Revolución Cubana, en nombre de la esperanza, pero también de la crítica. Caillois sabía -y no dejaba de decirlo- que la política sin crítica pierde muy pronto la esperanza. Al fin y al cabo, el "entusiasta" es el ser poseído por los dioses -entusiastos- y "escéptico" es el ser que duda.

Caillois, el entusiasta escéptico, se encontraba en Cuba, en ese momento de la esperanza latinoamericana, presente como una advertencia bien francesa. Un Pirro amable y severo a la vez que, simplemente, nos decía: celebremos el momento de la alegría, pero estemos preparados para criticar la fiesta apenas se transforme en celebración satisfecha de sí, intolerante, desprovista de crítica. Lo que Caillois nos proponía, en esos días luminosos de la Cuba revolucionaria, era la crítica por amor, la crítica por solidaridad. Jamás el juicio maniqueo: aquí los buenos, nosotros; allá los demás, los malos... La inteligencia francesa de Caillois consistía en prohibirse la denuncia del mal ajeno para revestirnos a nosotros mismos como portadores del bien absoluto.

Por ello, la obra crítica de Caillois nos es indispensable en el mundo de hoy, cuando el bien es monopolizado por una sola voz imperial que señala con dedo flamígero el mal encarnado en todos los demás -o los que simplemente difieren del Bien oficialmente definido-. En esa misma isla de Cuba que conocimos juntos Caillois y yo, el "Mal" lo encarna un escritor disidente, Raúl Rivero -pero lo encarnan también los centenares de prisioneros despojados de todo derecho a juicio, defensa o voz en Guantánamo-. Hay dos gulags en la isla: el de Castro y el de Bush.

La crítica moral de Caillois viene muy a propósito en este inicio de año porque no era una crítica simplista, es decir, exclusiva, sino inclusiva. Quería abrazar, no expulsar. Quería comunicar mediante la comunión entre individuos y entre culturas. Lo demuestra su relación privilegiada con la América Latina. En su exilio argentino durante la Segunda Guerra Mundial Caillois se unió al centro mismo de la creatividad literaria de Buenos Aires: Victoria Ocampo, Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, la revista Sur.

La Argentina posee, acaso, la literatura nacional más rica de Hispanoamérica. Su poder lo dicta la necesidad. La vieja broma dice que los mexicanos descendemos de los aztecas y los argentinos de los barcos. País reciente, migratorio, situado entre dos inmensos vacíos -el océano y la pampa- la Argentina ha debido apelar a la imaginación literaria para crearse una tradición. Los mexicanos tenemos Teotihuacan y Chichén-Itzá. Los argentinos han debido inventarse a Tlon, Uqbar, Orbis Tertius y la Biblioteca de Babel.

Quizás Caillois fundó la gran colección literaria La Croix du Sud en la editorial Gallimard a partir de su experiencia austral. Sin embargo, inmediatamente entendió que en la América Latina cada Sur tiene su Norte y cada Este su Oeste. Somos, en palabras de Alain Rouquié, presidente de la Maison de l'Ámérique Latine en París, el Extremo Occidente. Una extremidad que no implica distancia sino iniciación, iniciativa, primicia y propósito -but et debut-. La Croix du Sud inició al lector francés en la cultura mestiza, pluricultural, de Iberoamérica. Sus primeros autores representaban a la América euro-africana: Alejo Carpentier; a la América indo-europea: Miguel Ángel Asturias; y a la Euro-América de Jorge Luis Borges, el reconquistador de las raíces árabes y judías de nuestra civilización a la vez mediterránea y trasatlántica.

Insisto, de todos modos, en que Caillois, el entusiasta, se obstinaba en reflexionar críticamente. Me habló en una ocasión del "demonio de la analogía". Quería indicar que admitía por igual la univocidad de la lógica y la plurivocidad de la poesía. Su centro era el del encuentro de lo demostrable y de lo imaginable. Y desde allí representó el papel, bien francés, de intermediario entre las culturas.

Acaso, para él, el demonio de la analogía no era otra cosa sino el ángel del reconocimiento. Acaso, para Roger Caillois, todo era correspondencia, similitud, co-relación. Pero sin caer jamás en la generalización, dado que el ángel-demonio de la analogía sólo se interesa en lo concreto y, dentro de lo concreto, en los grados de similitud y diferencia entre las cosas. Por eso no es de extrañar que la obra de Roger Caillois le condujese a la fraternización entre las culturas. Que equivale a la fraternización entre los hombres y las mujeres que crean (y son creados) por el mundo.

No me parece que ésta sea una lección menor en el año fratricida y maniqueo, mentiroso, fundamentalista y dogmático, que ahora se inicia.

Carlos Fuentes es escritor mexicano.

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