Vayas donde vayas, tráeme un alce
Uno. Ecce Homo. La la la la la, Roger Bernat, Espai Lliure. Notas de madrugada: Es la pulsión onírica lo que permanece y dura; ése es, quizá, el corazón de su poética, el río que arrastra y hace que suban a la superficie las pulsiones. Un adolescente meándose encima, en el plano final, a la vista de todos, ridículamente desafiante, ante el público pero como si estuviera solo, como quien se mea en sueños. Un adolescente mostrándose, un adolescente buscándose en las esquinas del sexo, en las esquinas de la ciudad interior. La la la la la: la música de sus neuronas entrechocando, como las bolas metálicas de una máquina de millón, una tarde de sábado, haciendo catacling y pow y falta y bola extra, yendo por caminos inesperados, con rebotes de maestro superdotado y desvíos y vías muertas de aprendiz eterno. Un Ecce Homo pintándose de purpurina: Golden Boy. Su juego favorito: ahora me muestro, ahora me oculto. Ahora me acerco a vosotros y de un salto me retiro, no vaya a ser que os guste y acabe convertido en un adulto barcelonés. Un Ecce Homo que se contempla desde el dolor, la perplejidad, la lucidez, la soberbia que muta en autoironía: "Shakespeare y Molière no iban a mi clase. Yo iba a la privada". El espectáculo se da en un hangar prefabricado, a medio camino entre el Mercat y el Lliure. Me hubiera gustado que rompiera a llover la noche en que lo vi, y que nos hubiéramos quedado todos en silencio, escuchando el repiqueteo de la lluvia (La la la la la) sobre el techo de metal.
Dos. Postales desde el filo. Aquí apenas se habla. Hay, eso sí, muchos rótulos. "Me gustaría que las cosas que tuviéramos que decir salieran escritas en una pantalla como cuando vamos a ver películas subtituladas. O películas mudas". Frases brotadas de la correspondencia con una amiga portuguesa, Silvia Pereira. No se sabe quién ha escrito qué, pero da lo mismo, porque Bernat lo absorbe todo. Hay un narcisismo multiplicado que a la vez es una disolución de las identidades, un Yo espejeando en otras voces y otros cuerpos: Agnès Mateus es Bernat, y también Juan Navarro, del mismo modo que Bernat es Silvia Pereira. "Un espectáculo con aspiración de transparencia". Postales de un amigo, de un espejo. Ya le conocemos, es encantador, es insoportable, pero siempre queremos saber de él. Postales de países imaginados desde un café, desde una tarde oscura, atrapado en una madeja gris: "Polonia debe de ser muy bonita con nieve, las chicas son muy guapas y en los astilleros ondean banderas". Postales desde el filo: "Trabajo para la cultura nacional como un cerdito, recibo demasiado y me matarán muy pronto". Postales de una utopía agónica y exaltada: "Juntos construiremos ese lugar que agradará tanto a nuestros hijos, en el que jugarán entre hangares abandonados y matarán animales enfermos". (En la pantalla interior, el recuerdo de Paco Caja, un hermano mayor de Bernat, meando al amanecer y contra el viento idiota de los setenta, en la autopista, meando y riendo: Look Out, de Antoni Padrós).
Tres. La mano en la trampa. Alguien, quizá yo mismo, pregunta: ¿y las reiteraciones? ¿Y los tiempos muertos? Alguien, quizá también yo mismo, responde: sí, cansan, aburren mientras se ve el espectáculo, uno querría ser su montador implacable, su jefe de producción, y decirle corta, pule, acércate más, ah si sólo durase una hora, pero luego esos huecos se subsumen en el recuerdo como si formaran parte de un todo inseparable; como si su razón de ser fuera calmar lo que venía antes o el estallido de después para que sea mejor absorbido, como los planos negros con nieve cayendo de Resnais en L'amour a mort. A este puñetero le gusta tantísimo mezclar lo banal y lo capital en una sola harina... Claro que olfateamos la trampa, la trampa de la Forma en la que el adolescente puede quedar apresado como un zorro incauto: repetir, repetir una y otra vez el mismo tipo de espectáculo, el diario íntimo en el que, por un miedo cerval a la narración, lo confesional se pierda en lo abstracto, en el que el todo nunca vaya más allá de la suma de sus partes. ¿Por qué tengo la sensación de que este espectáculo está atravesado, como un río secreto o una aguja finísima, por una autoconciencia de fin de etapa, de culminación formal que pide a gritos, y sin palabras, saltar hacia el anverso de la máquina de millón? Indicios: "Me gusta pensar que no podré pagar la cuenta porque vivo muy por encima de mis posibilidades, y que me entre esa risa fría de whisky, y sentirme asquerosamente libre". ¿Puedes oírlo, Víctor García, donde quiera que estés? ¿Puedes susurrar algo? ¿Alguna indicación?
Cuatro. Simulacros de incendio. Ecos de Flors, la parte final de Flors, mientras sonaba Wild Is the Wind y otro Ecce Homo giraba inacabablemente sobre sí mismo, y también Álbum, la música sacra como fondo de los desvelamientos adolescentes, allí Purcell y aquí Haendel. El clasicismo profundo de Bernat: "Odio la originalidad. Me aburren los punk, los machos, los alternativos". La pelea inacabable entre Bernat y su sombra, masculina o femenina, depende de quien esté encima. (Risas incómodas entre el público de adultos barceloneses). Un mundo de sexos intercambiables: la imagen portentosa de la mano que crea un falo de bolsas de azúcar bajo las bragas de la mujer enmascarada mientras suena Tainted Love. La ferocidad del autorretrato del idiota. El jugador de fútbol que estrella una y otra vez la pelota, y cada vez grita más fuerte, como un niño que juega a asustarse, y la eucaristía final del partido entre actores y público, y Juan Navarro prometiendo que se dejará ganar. Y una última poética, para llevarla a casita y meterla bajo la almohada, como un diente de leche para el Ratoncito Pérez: "Hay proyectos, sueños, amores, pero todo ello sólo ocurre por casualidad, porque hay un viento que corre en esa dirección, así que lo único que podemos hacer es desplegar bien las alas y cruzar los dedos para caer en un agujero".
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