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México: tres metas para Fox

Jorge G. Castañeda

Para la casi totalidad de los comentaristas, el sexenio de Vicente Fox parece haber terminado en cuanto a sus posibilidades de efectuar grandes realizaciones. Y en efecto, el panorama no es alentador. El propio Gobierno estima el crecimiento económico promedio en 2,5% al año entre 2000 y 2006; quizás lo sobreestime. La derrota de las autoridades en su intento por lograr la aprobación de reformas lite en el ámbito fiscal, laboral y eléctrico prácticamente asegura que las estructuras económicas que Fox dejará a su sucesor en poco se diferenciarán de las que recibió de Ernesto Zedillo. Quizás el único ámbito en el que Fox aún pueda alcanzar algún logro trascendente sea el externo, donde el interés electoral de George Bush puede traducirse en un avance migratorio significativo. Por último, la renuencia del presidente mexicano por intentar construir un nuevo andamiaje institucional condena al país a perpetuar un régimen político inoperante para la democracia del siglo XXI. Las preguntas que rondan por todo México, y en el seno de una comunidad internacional cada vez más desilusionada y escéptica son, por tanto, evidentes: ¿qué sucedió?, ¿qué se puede hacer?

Más allá de las indudables deficiencias de operación política del Gobierno de Fox, y de las dificultades inherentes a la posición minoritaria de ese Gobierno desde las elecciones del año 2000, la responsabilidad por lo que de modo inevitable debe llamarse el fracaso de Fox no debe atribuirse a Fox, sino a dos disfuncionalidades de la transición mexicana: la de las instituciones y la de los partidos. En una palabra, el gran yerro del equipo original de Fox (entre los cuales, por supuesto, me incluyo) consistió en pensar que podíamos gobernar con eficacia y en democracia con un marco institucional y un régimen de partidos obsoletos.

Recuerdo bien cómo en la primera reunión del equipo de transición reunido por el presidente electo -a finales de julio del 2000- propuse que el mandatario priísta saliente y el propio Fox enviaran de inmediato al Congreso una reforma constitucional primordial: la reelección consecutiva de diputados y senadores. México es la única democracia en el mundo, junto con Costa Rica, en no contar con este mecanismo imprescindible para la rendición de cuentas de los legisladores. Sin ella, se antojaba imposible traducir la inmensa popularidad del héroe del 2 de julio en apoyos legislativos. Fox desistió de hacerlo; tampoco buscó dotarse de instrumentos de gobernabilidad como el referéndum y, mucho menos, de conducir al país hacia un dispositivo constitucional semi-presidencial /semi-parlamentario, que permitiera asegurar la existencia de alguna mayoría en el Congreso, aunque no fuera siempre la del presidente.

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Preferimos proponer reformas de diversa índole -de los derechos indígenas, de la raquítica fiscalidad mexicana, de la arcaica legislación energética del país, de la rígida e improductiva ley laboral- con las instituciones vigentes y con los partidos existentes. Fox confió en poder lograr consensos con el PRI, y hacer que el antiguo partido único colaborara con la agenda reformadora del nuevo Gobierno, sobre todo al descartar un auténtico ajuste de cuentas con el pasado.

He ahí el segundo error: pensar que las sucesivas dirigencias del PRI, formales o fácticas, podrían cumplir sus compromisos tácitos -y no tan tácitos- sobre todo si la promesa de Fox de impedir una cacería de brujas no equivalía a encubrir todas y cada una de las fechorías anteriores de priístas individuales. Fox y su equipo no comprendimos que no sólo el PRI se encontraba irreparablemente dividido, sino que todo el firmamento partidista mexicano carecía ya de vigencia en las nuevas condiciones nacionales y mundiales. Apostarle todo al status quo entrañaba el peligro de sacrificar la ruptura con el pasado, sin poder construir por ello el futuro (parafraseando a Felipe González).

Los tres grandes partidos mexicanos reflejan agrupamientos, disyuntivas y jerarquías temáticas propias de la era anterior: antes de la globalización y el fin de la guerra fría, antes de la apertura de la economía mexicana y el advenimiento de la democracia, antes del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos. Su existencia y perfil se explicaban por la hegemonía del PRI, la casa donde todos cabían, porque era la única casa habitable. Pero, en las nuevas circunstancias de la democracia mexicana, resulta incomprensible que cohabiten en un mismo partido (el PRI) partidarios entusiastas y enemigos feroces de las reformas energética, fiscal y laboral; que se unan enemigos mortales de antaño como la víctima y el victimario del fraude electoral de 1988, para luchar juntos por la "soberanía eléctrica"; que convivan en una misma organización política -el PAN- fundamentalistas católicos y antiamericanos del siglo XIX, y liberales modernizantes del México de mañana; y que el PRD albergue en un mismo recinto a revolucionarios guevaro-castristas y a reformistas social-demócratas afines al PSOE o incluso al New Labor. Estas características explican, y a la vez agudizan, las profundas divisiones que padecen estos partidos, y motivan su radical incapacidad de reformarse.

Para muestra basta el balance de la última sesión del Congreso cuyo resultado neto fue una doble victoria de Roberto Madrazo, el actual líder dinosáurico del PRI, que impidió la reforma fiscal de Fox aliándose con el PRD y contra una parte de su propio partido, encabezada por la reformadora Elba Esther Gordillo, y, aliándose con el PAN, impidió el financiamiento, a crédito, de Andrés Manuel López Obrador, jefe de Gobierno perredista de la capital y puntero en la contienda presidencial del 2006. Lo hizo porque era su interés electoral y su interés electoral se reduce a aspectos negativos: impedir los movimientos de los demás. Lo hizo cada vez con aliados de signo opuesto, gracias al hecho que el PRI es la primera minoría del Congreso.

Con partidos así, no hay nada que hacer; no queda más remedio que esperar las escisiones y los reacomodos que permitan una reconfiguración de las corrientes políticas actuales -todas ellas parte del México de hoy y de ayer- en un conjunto más razonable, funcional y coherente. Un conjunto donde figuren nítida y separadamente los dos universos del país: el de la Revolución Mexicana, vieja ya de un siglo, que construyó el México moderno, representado hoy por el PRI de Madrazo y el PRD de López Obrador, y el del siglo XXI, representado por el otro PRI, por una parte importante del PAN, y, sobre todo, por el activismo de la sociedad civil, y que debe tomar ya el relevo.

¿Qué se puede hacer? Al Gobierno se le han estrechado los márgenes de maniobra, pero éstos no han desaparecido. Existen tres caminos separados pero convergentes que Vicente Fox podría seguir para consumar la transición mexicana, y sacarle todo el provecho posible a la alternancia.

En primer lugar, demandar, con vigor y claridad, sin titubeos ni concesiones, a los anacrónicos y paralizantes partidos políticos que aprueben las reformas institucionales básicas que el país necesita: reelección de diputados y senadores; referéndum; creación del cargo de primer ministro designado por el presidente, pero aprobado por el Congreso; segunda vuelta en la elección presidencial, y legalización de candidaturas independientes a los principales puestos de elección popular. El fundamento es sencillo: sin dichas reformas, nada en México es posible, como ya quedó demostrado. Con ellas, por ejemplo el PRI de Madrazo, el comportamiento irresponsable hubiera sido inviable, ya que en un sistema parlamentario hubiera tenido que cumplir con las responsabilidades de una mayoría relativa. Las alianzas cambiantes e irresponsables no hubieran sido posibles en tal régimen. El sistema actual no beneficia ni al país ni a los partidos, sino únicamente a la tendencia mayoritaria del PRI, que no puede ganar por sus tesis y posiciones, pero sí puede impedir que ganen sus adversarios. Si los partidos ratifican dichas reformas, se beneficiarán de ellas; si no, se harán responsables del estancamiento del país. Fox heredará al siguiente mandatario un diseño institucional adecuado, o una tarea inaplazable.En segundo lugar, Fox puede tomar dos decisiones de índole económica para detonar un crecimiento que se ha tardado demasiado en llegar. Primero, aprovechar la aún inmejorable reputación de México en los mercados para aumentar la inversión pública en infraestructura, educación, seguridad y combate a la pobreza, elevando ligeramente el déficit del sector público y financiándolo a las menores tasas reales en la historia moderna de México. Segundo, explicitando, reivindicando y ampliando el proyecto de incrementar rápida y fuertemente la exportación de petróleo, sin cambiar el régimen jurídico de Pemex, pero reformando a la institución para que pueda sacar la mayor ventaja posible de la actual coyuntura petrolera, de la situación geopolítica de México y de las reservas energéticas del país. A falta de reforma fiscal, usar la riqueza presente de la nación para solventar sus carencias: Pemex puede alcanzar un aumento de más del 50% en sus exportaciones de crudo para el 2006 en relación al 2000 si recorre este camino.

Con estas tres metas, Fox puede simultáneamente colocar a los partidos frente a sus responsabilidades, relanzar un crecimiento económico modesto, pero mayor al que ocurrirá si persevera en la misma estrategia de la primera mitad de su sexenio, e invertir en el futuro del país al transformar sus prodigiosos recursos no renovables en activos duraderos: seguridad, ciencia y tecnología, educación y salud. No es lo que Fox y sus adeptos soñamos, pero es a la vez lo posible y lo deseable: significa empezar a consumar el cambio.

Jorge G. Castañeda ha sido ministro de Relaciones Exteriores de México y es profesor de Relaciones Internacionales de la UNAM.

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