Enmendar el plano
No está claro que el nuevo Ayuntamiento disponga de imperativos morales para trasladarse a Cibeles sin haberse razonado ampliamente esa necesidad de faraonizar las instalaciones. Los grandes edificios y monumentos públicos suelen ser acremente denostados en sus comienzos porque las novedades rompen la rutina urbanística hasta que se ganan, con el tiempo, el derecho a participar del entorno. Al parecer, la torre Eiffel pudo alzarse porque su destino era ser echada abajo llegada la clausura de la Exposición Universal que la justificaba. Y ahí la tienen, hecha el símbolo más idóneo de París. Claro que allí se atreven con todo, aunque procuran dejar que pase algún tiempo entre una y otra extravagancia. El horroroso Centro Pompidou aún está siendo digerido, a fuerza de echarle modernidad al asunto. Y no digamos de la pirámide cristalina que, por ahora, mancilla la plaza de la Concordia. Y es que estropear una ciudad tan hermosa como aquélla cuesta mucho esfuerzo y osadía. Madrid parece más facilona y ya avanzan los devastadores planteamientos de Moneo para arruinar la plaza Mayor con otro imitado cubo transparente. La plaza sólo necesita el amor por conservar lo que tiene y no precisa pirámides de vidrio.
En este Madrid aún irrita y desespera una de las mayores tropelías arquitectónicas que se han perpetrado: las Torres de Valencia, infamia para los densos y airosos arcos de la plaza de la Independencia que exigían el vacío celeste entre sus vanos. Vamos transigiendo con los dos edificios inclinados sobre la plaza de Castilla, que carecen de perspectiva, y aún no hemos formado juicio por el destino que el nuevo alcalde reserva al Palacio de Nuestra Señora de Comunicaciones. Creo que lo malo es lo que les hacen por dentro a estos edificios. Ya ocurrió con la otra Casa de Correos, la de la Puerta del Sol, que luego ocupara el Ministerio de la Gobernación y más tarde la Dirección General de Seguridad. Está casi vaciado, lo que ha permitido que la comunidad autónoma disponga del amplísimo patio interior, digno de un cuartel de caballería, pero con menos cantidad de despachos y dependencias integradas. Es el mal de piedra, que ataca a los políticos en cuanto aperciben mandatos que puedan superar los cuatro años. Una derivación de esa dolencia es la creación de escombros y grandes espacios interiores donde no hacen falta.
En cierta ocasión, me perdí dentro del gran edificio de Correos, en busca de una remota oficina donde parecía haber naufragado un envío que no llegó a mis manos. Salvo la enorme sala central, de proporciones mesopotámicas, los aledaños interiores son un laberinto de distintos niveles, pasillos, covachuelas, que luego se desploman en los grandes recintos de clasificación y expedición. Aquel portentoso edificio estaba hecho a propósito para un fin. Era lugar de cita, sede de las misteriosas listas de correos de nuestras relaciones postales amorosas y, más o menos, hace buen papel con el Banco de España, incluso con los palacios de Linares y la enjardinada mole de Buenavista.
Piensan convertirlo en el nuevo municipio madrileño y no sé si tienen en cuenta la sabia inercia de los vecinos, la querencia por el centro de la ciudad y la tradición de que la Casa de la Villa estuviera en el epicentro de la antigua ciudadela. El hecho es que van cayendo en un saco sin fondo las construcciones fastuosas, muchas de ellas alzadas en honor de la divinidad financiera, con aquellos enormes bancos de pretenciosa factura. El que recuerdo como sede del Río de la Plata, después Central, junto a Cibeles, también se escora hacia la función burocrática municipal o autonómica. Sería curioso divulgar el gran número de locales que ocupan las administraciones comunitarias y municipales, en Madrid, aparte de los cada vez más dispersados ministerios. Si levantamos la mirada del siempre sospechoso pavimento, comprobamos que muchos primeros pisos de grandes casas son despachos oficiales, desgajados de las sedes nutricias. Madrid fue, a lo largo del siglo XX, una ciudad que cambió los innumerables cafés por sucursales bancarias. Hoy afloran, algo tímidamente, nuevos hoteles de los que no tenemos noticia, necesarios para la demanda de los forasteros y los eventos sociales, y una eclosión, esperemos que controlada, de espacios administrativos en número nunca conocido en estos lares. No mejoran, corrigen o enmiendan la plana que lo precise, sino los planos de la Villa y Corte.
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