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Columna
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Sordos

De vez en cuando sentimos la necesidad de hacer balance. A unos les gusta más el regate en corto, pero todos necesitamos saber de dónde venimos, en qué situación nos encontramos y sobre todo hacia qué horizonte nos dirigimos. Los valencianos, con unas elecciones municipales y autonómicas recién estrenadas, nos encaminamos a administrar el inmediato futuro, con la conmoción intermedia de una cita con las urnas en marzo de la que se derivará el nuevo Gobierno español.

En la Unión Europea los españoles estamos pagando la osadía de significarnos abiertamente en discrepancia con las posiciones estratégicas de quienes mandan en Europa, que son Francia y Alemania. Nos fustigan con las cuotas de pesca. Nuestros vecinos del norte estrangulan nuestras comunicaciones terrestres -carreteras y tren- para que sepamos a qué atenernos y el callejón sin salida en que se encuentra la non nata Constitución Europea, tras el bloqueo español. Los alemanes nos recuerdan que nos vayamos olvidando de los fondos de cohesión y que parte de la culpa de su déficit la tenemos nosotros, porque ellos, junto a los franceses, son contribuyentes netos en la Unión Europea.

Por otra parte los sectores productivos valencianos se las ven y se las desean para repuntar en terrenos tan arraigados como el textil, mueble, calzado, azulejo o juguete. No parece sensato condenar a este país a ser conocido por los recintos espectaculares. Los servicios, sobre todo si son innovadores y avanzados en el concepto y en la aplicación de nuevas tecnologías, representan una parte de la tarta. Pero no podemos resignarnos a ser un reducto de camareros y azafatas. Todos intentamos tomar posiciones, pero tampoco se puede obviar que tenemos ante nosotros la oportunidad de despegar o capotar, apenas recién catapultados hacia etapas y hazañas históricas.

Los políticos tienden a no ver ni oír la cruda realidad que les circunda. Los valencianos percibimos periódicamente la sensación de que no se gobierna para todos, sino para la satisfacción de unos cuantos. Y ese no es el camino hacia la integración, por ejemplo, de Alicante, Castellón y Valencia en un proyecto común. Está en peligro la vertebración.

No hay que convertir los espacios urbanos de la ciudad de Valencia en pantomimas artificiales, ajenas a la oportunidad de prestigiar lo valenciano en el mundo entero. Mientras tanto, habrá que solucionar cómo llevamos y hacemos rentables nuestras ferias, o de qué manera se incrementan las plataformas de exportación. La competencia es feroz entre estados-nación consolidados y los emergentes, donde los costes laborales y la presión fiscal son muy inferiores al resto. Hay teorías para todos los gustos, pero la solución ideal no pasa por empezar a fabricar en Malasia, China o Indonesia y quedarnos por estas latitudes para diseñar, comercializar, gestionar las redes de distribución y servir copas. A esto le llaman deslocalizar.

A este panorama no pueden ser ajenos nuestros políticos, más atentos a las florituras que a las soluciones de cara al porvenir, de las cuales, ahora sí, depende nuestro futuro. Sordos sí, en el caso de que sea inevitable, pero con capacidad de respuesta para evitar que esta autonomía se colapse.

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