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ANÁLISIS
Columna
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Un derecho del votante

LA CELEBRACIÓN de debates televisivos entre los candidato del PP y del PSOE a la presidencia seguirá en el alero hasta que los sondeos de intención de voto permitan al Gobierno calcular sobre seguro los beneficios electorales de aceptar el desafío socialista. Cabe presumir que Rajoy tan sólo asumiría los riesgos de bajar a la arena para enfrentarse a Zapatero si el desarrollo de la campaña modificase a la baja -de aquí al mes de marzo- las optimistas expectativas albergadas por los populares, que parecen tocar con las manos los cielos de una nueva mayoría absoluta. Desde el restablecimiento de la democracia, la conjunción de los astros favorable a los debates televisados entre los representantes de los dos primeros partidos nacionales se dio únicamente en las reñidas elecciones de 1993, cuando González y Aznar veían insegura su victoria. Si antes de esa fecha, el PSOE -despreciado por UCD en 1979- había negado a los populares la oportunidad de debatir en pie de igualdad con el candidato socialista, el PP siguió su ejemplo en las convocatorias sucesivas.

Las resistencias del partido del Gobierno a aceptar los debates televisivos entre los candidatos presidenciales del PP y del PSOE rompen las reglas de juego limpio de unas elecciones democráticas

Las desnudas razones utilitarias de esa actitud ventajista, que subordina la participación en los debates a las conveniencias de los partidos, son revestidas ante la opinión pública con trajes de textura y colorido menos cínicos. En 1996, por ejemplo, Aznar, dando por descontada su desahogada victoria como líder de la oposición y recordando con amargura su derrota en 1993, abandonó los argumentos empleados tres años antes para conseguir el anhelado mano a mano televisivo e inventó el pretexto obstruccionista de que Anguita -su compañero de fatigas en la pinza contra el PSOE- tenía derecho a participar también en el debate.

Llevada hasta sus últimas conclusiones, la prohibición -en nombre del principio de igualdad- de los debates entre los candidatos de los dos únicos partidos con representación en todas las circunscripciones electorales (cuyos diputados suman más de los cuatro quintos del Congreso y son imprescindibles para cualquier mayoría de gobierno) desembocaría en el absurdo: ¿correspondería el derecho a participar en todos los debates televisivos sólo a la docena de partidos que disponen actualmente de algún escaño en las cámaras o se extendería esa pretensión a las casi 800 formaciones que concurrieron a las urnas el año 2000? La variante del sofisma defendida ahora por el director de la campaña electoral del PP es que Rajoy se propone obtener la mayoría absoluta en tanto que Zapatero sólo aspira a gobernar en coalición con otros grupos parlamentarios si su adversario no supera los 175 escaños: el candidato del PP debería batirse, así pues, con todos los representantes de ese conglomerado de minorías.

La negativa de los partidos a cumplir sus compromisos -a menos que las leyes les obliguen- constituye uno de los más desagradables rasgos de la democracia española. Al igual que ocurrió en Estados Unidos tras el debate televisivo de 1960 entre Kennedy y Nixon, el duelo de 1993 entre Felipe González y Aznar creó un precedente que hubiera debido ser adoptado como uso político vinculante para las campañas posteriores; las normas jurídicas propuestas con ese fin por el documento-marco del PSOE serían innecesarias en una democracia respetuosa con las reglas del juego electorales. La práctica de los debates televisivos permitiría abaratar las campañas y privaría de excusas a la financiación ilegal de los partidos. Los ciudadanos son los titulares del derecho constitucional a participar en los asuntos públicos directamente o por medio de representantes libremente elegidos en las urnas; los partidos sólo son instrumentos -aunque fundamentales- para su participación política. La opinión casi unánime de los votantes -sean cuales sean sus preferencias y simpatías- a favor del modelo de debates televisivos ensayado en 1993 debería ser respetada democráticamente por los partidos más allá de las conveniencias de sus coyunturales estrategias de campaña.

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