Tres que se van
EL FUTURO -se ha escrito en varios balances de fin de año- aparece hoy mucho más preocupante que en 1996, cuando Aznar consiguió por vez primera la investidura como presidente del Gobierno. Para confirmarlo no hay más que recordar aquella luna de miel entre el ganador de las elecciones y los líderes de los partidos nacionalistas vasco y catalán. Arzalluz salía eufórico de sus entrevistas con Aznar, y Pujol celebró el acuerdo con una cena a la que asistieron las respectivas esposas. Un acontecimiento.
Aznar había obtenido el 3 de marzo una victoria insuficiente si no contaba con apoyos ajenos. Los buscó en largas y duras negociaciones con CiU y con el PNV. Y los consiguió, con textos por delante y amplias concesiones a los partidos nacionalistas. Arzalluz, después de decir que Aznar era un "tío majo", elogió al PP "por pactar con el PNV como los socialistas no fueron capaces de hacer". A los socialistas, claro, se los llevaban todos los demonios: acusaron al PP de bisoñez, de poner en peligro la unidad y solidaridad de España, de haberse dejado arrancar por Pujol lo que nunca consiguió del PSOE y cosas por el estilo.
El pacto que despertó tanta euforia en las filas nacionalistas se tradujo en una sesión de investidura en la que Aznar sumó una amplia mayoría de votos, 181: los de su partido más los de CiU, PNV y CC. Un éxito que despejaba las dudas sobre su capacidad de pactar con nacionalistas y volvía amarga la dulce derrota sufrida por el PSOE dos meses antes. Todo el mundo se hizo a la idea de que Aznar podía gobernar con tiempo por delante: Arzalluz y Pujol se hartaron de repetir que lo firmado era mucho más que un mero pacto de legislatura. Una nueva era comenzaba.
¿Por qué entonces la ruina de aquel fantástico idilio? Una opinión muy extendida es que toda la culpa del actual desencuentro recaería sobre la mayoría absoluta conseguida por Aznar en la siguiente convocatoria electoral, que habría liberado sus pulsiones autoritarias haciendo imposible el diálogo con los nacionalismos. Tesis plausible que, sin embargo, pasa por alto un pequeño detalle: las relaciones se arruinaron a mitad de la primera legislatura, y no por los tira y afloja inevitables en acuerdos de ese tipo, ni porque el Gobierno no cumpliera la sustancia de lo acordado, sino por el "giro soberanista" adoptado por los nacionalismos vasco y catalán en el verano de 1998.
Pues, en efecto, mientras mantenía su pacto de investidura con el PP y su pacto de gobierno con los socialistas vascos, el PNV negoció y selló un pacto con ETA que preveía la exclusión de la política vasca del PP y del PSE, de los dos a la vez y en el mismo renglón del acuerdo. Al tiempo que se firmaba ese pacto, Pujol, que por una vez dejó su traje de hombre de Estado colgado de la percha y se vistió el de político oportunista, dio luz verde a su partido para negociar con PNV y BNG la llamada Declaración de Barcelona, una denuncia en toda regla del Estado de las autonomías. La Constitución, dijo Pujol en el Parlament, se le había quedado estrecha, y, aunque luego llevara al congelador aquella alianza y pusiera toda la sordina posible al "giro soberanista", las relaciones con Aznar nunca volvieron a ser lo que habían sido.
Ésta es la cronología de los hechos. La mayoría absoluta fue posterior, y tal vez algo influyera en su obtención -dejando aparte la errática política del PSOE en aquellos dos años aciagos- la percepción por muchos ciudadanos de la doblez y deslealtad de los nacionalistas vascos y del oportunismo del catalán. Sin duda, la mayoría absoluta reafirmó a Aznar en su convicción de que al reto lanzado dos años antes había que responder de frente, buscando abiertamente el conflicto. Y dio nacimiento a otra: que a los nacionalistas se les podía ganar en las urnas con tal de que reverdeciera el mortecino nacionalismo español.
No es cuestión de volver aquí sobre lo ocurrido desde el año 2000 con esa estrategia de rearme españolista. Pero como los tres protagonistas del prometedor pacto de 1996 hacen mutis simultáneamente y parece como si sólo a uno de ellos correspondiera el papel de malo en esta película, bueno será recordar aquel momento fugaz en que tres líderes nacionalistas -Arzalluz, Pujol y Aznar- fueron unánimemente elogiados por su capacidad negociadora y por haber conseguido lo que parecía un sueño: la apertura de una etapa en la que todos los nacionalismos iban a quedar por fin integrados en este tan peculiar Estado plurinacional en que vamos convirtiendo al Estado español.
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