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Cubanos por azar

Rafael Rojas

En una cultura tan ansiosa de afirmar su singularidad como la cubana, resultan enigmáticos los casos de escritores que nacieron accidentalmente en la isla y que no rinden tributo a su condición de cubanos. Un escritor tan cosmopolita como José Lezama Lima propuso el siguiente epitafio para su tumba en el cementerio de Colón: "La mar violeta añora el nacimiento de los dioses, / ya que nacer es aquí una fiesta innombrable". Los versos provienen del poema Noche insular, jardines invisibles y, a pesar del sentido universal y cristiano que Lezama concedía al "nacimiento" (creación) y al "aquí" (tierra), el epitafio ha quedado reducido, en la jerga de la política cultural cubana, a una máxima de patriotismo literario que asigna a los escritores el deber de cantar a la ciudad y a la nación. De hecho, cuando algún funcionario habanero echa mano de la frase, por lo general, la altera. Simplemente dice: "Porque nacer aquí es una fiesta innombrable".

Los cubanos per accidens son, por ello, criaturas tan extravagantes que interrogan un acervo literario asumido como restitución simbólica de la insuficiencia nacional. En el siglo XIX, el caso más distinguible tal vez sea el del poeta José María de Heredia (1842-1906). Este otro Heredia, primo hermano del autor del Niágara, nació en el cafetal La Fortuna, en las afueras de Santiago de Cuba. Luisa Girard, su madre francesa, lo envió a estudiar el bachillerato a París y, cuando el joven Heredia regresó a la isla en 1859, sintió que, a pesar de la fuerza de su linaje patriótico, aquél era sólo el lugar de su nacimiento, mientras que Francia era su verdadera cuna espiritual, y el idioma francés, la lengua de su poesía. Antes de regresar a París, Heredia escribió en La Habana el soneto A la fuente de la india, tal vez su único poema cubano, en el que se leen estos versos: "¡Novia del Sol!, Oh india de mis nativos lares. / Colón rompió tu sueño de virgen. Al arrullo / dormías de las olas ardientes y amorosas...".

En el París de la Tercera República, Heredia se convirtió en un poeta parnasiano. Fue amigo de Sully Prudhomme, León Dierx, François Coppée, Armand Silvestre y Catulle Mendès, y discípulo de Gautier, Baudelaire, Banville y, sobre todo, de Leconte de Lisle, a quien dedicó Les trophèes (1893) con estas palabras: "Mi título de gloria más seguro será el de haber sido vuestro alumno muy amado". En este libro de sonetos, concebido como una epopeya lírica de la civilización occidental, Cuba apenas se atisba en unos versos nostálgicos: "Y desde el peñón kímrico, que bate ola colérica, / aspiro, en esa ráfaga de aire natal y ardiente, / la flor que abrióse un día en el jardín de América". Al año siguiente de la publicación de Los trofeos, Heredia ingresó en la Academia Francesa con un discurso en el que habló de Francia como la patria de su "inteligencia y su corazón"; del francés, como "noble idioma, el más bello que, después de Homero, haya nacido de labios humanos", y de Cuba, como una "isla deslumbrante y lejana" del Nuevo Mundo.

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En el mismo año y en la misma ciudad oriental de la isla, Santiago de Cuba, nació por azar otro francés, el escritor y político socialista Paul Lafargue (1842-1911). Desde los nueve años y hasta el suicidio en Draveil, junto a su esposa Laura Marx -hija del fundador del comunismo-, Lafargue vivió en Europa. Prueba del desencuentro entre comunismo y nacionalismo en aquellos tiempos de Marx e, incluso, de Lenin -es decir, antes de que aparecieran esos raros comunistas patriotas que se llaman Stalin, Mao, Tito, Castro...- fue el hecho de que Lafargue se interesara tan poco en la independencia de Cuba. Mientras Martí trabajaba en Estados Unidos por la separación de España, Lafargue combatía al anarquismo español, apoyaba a Jules Guesde en su proselitismo socialista, ocupaba una silla en el Parlamento francés y escribía ensayos sobre el mito de Prometeo, el derecho a la pereza y el sufragio femenino.

Cubanos por azar fueron también Anaïs Nin (1903-1977) e Italo Calvino (1923-1985). Hija del músico cubano Joaquín Nin Castellanos, defensor de la música española en la Cuba poscolonial, la autora de Winter of artifice pudo haber nacido en La Habana, como su padre, pero nació en París y murió en Los Ángeles. La poeta y actriz cubana Wendy Guerra ha estudiado los días habaneros de una joven Anaïs, "nena de sociedad", como diría Lydia Cabrera, empeñada en ganarse la vida como modelo de una agencia publicitaria. Sin embargo, el despego con que Anaïs Nin se refiere a Cuba en su literatura es revelador de una mirada ajena a esa celebración perpetua de la isla, tan cultivada desde fuera por el exotismo occidental y, desde dentro, por el nacionalismo castrista. Un lector cubano lee con inevitable extrañeza el pasaje de Fuego, los diarios de 1936, en el que comenta de pasada, sin entusiasmo, los elogios de Alejo Carpentier a su novela La casa del incesto.

El mismo despego se siente al leer los textos autobiográficos de Italo Calvino en el volumen Ermitaño en París (Siruela, 1990). Allí, Calvino narra su nacimiento en Santiago de las Vegas, un pueblo de las afueras de La Habana, donde sus padres -un agrónomo, ligur de San Remo, y una botánica sarda- dirigían alguna estación experimental de agricultura. Y más adelante anota: "De Cuba no recuerdo nada..., de mi nacimiento ultraoceánico no conservo más que un dato de registro civil difícil de transcribir, un bagaje de memorias familiares y mi nombre de pila, inspirado en la pieta de los emigrantes hacia sus propios lares y que en mi patria, en cambio, resuena broncíneo y carducciano". Que Calvino le deba a su lugar de nacimiento -Cuba- sólo el nombre -Italo-, gentilicio de una extranjería, nítida seña de su identidad no cubana, confirma la naturaleza migratoria de la isla, el carácter portuario y nómada de esa nación caribeña: un lugar de paso que el nacionalismo quiere convertir en origen y destino de toda una cultura.

Rafael Rojas es escritor y ensayista cubano, codirector de la revista Encuentro.

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