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Columna
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La libertad de todos

En noviembre de 2003 se hizo pública la sentencia del Tribunal Supremo del Estado de Massachusetts que consideraba que, de acuerdo con lo previsto en la Constitución de dicho Estado, la comunidad "no puede denegar a dos individuos del mismo sexo que desean casarse los beneficios y obligaciones del matrimonio civil". Somos conscientes, decía el tribunal, de que nuestra decisión supone un cambio en la historia de nuestro derecho matrimonial. Somos conscientes, añadía, de que hay mucha gente que por convicciones religiosas, morales y éticas muy profundas considera que el matrimonio debería estar limitado a la unión de un hombre y una mujer y que la conducta homosexual es inmoral. También lo somos de que mucha gente, por convicciones religiosas, morales y éticas igualmente profundas, considera que las parejas del mismo sexo tienen derecho a contraer matrimonio y que las personas homosexuales no deberían ser tratadas de manera distinta a como lo son sus vecinos heterosexuales. Las convicciones de unos y otros son muy respetables, pero son irrelevantes para dar respuesta al problema, concluía el Tribunal Supremo, pues "nuestra obligación es definir la libertad de todos y no imponer un código moral".

La libertad de todos. Éste es el norte que tiene que guiar la actuación de todos los poderes públicos en una sociedad democrática. No solamente de los tribunales de justicia, sino de todos los poderes públicos sin excepción. Y la del poder legislativo más que la de ningún otro. Ningún ciudadano puede verse limitado en el ejercicio de un derecho como consecuencia de la imposición por los poderes civiles de un código moral o religioso que no comparte. Un código moral o religioso no puede ser nunca un límite en una sociedad democrática. Puede convertirse en un límite autoimpuesto, para aquellos que lo compartan, pero nada más. Esto es lo que significa la igualdad constitucional, cuya finalidad no es hacer que todos los individuos sean iguales sino que cada uno tenga derecho a ser diferente, es decir, a tener un proyecto personal, a ser el que quiera ser. Y la sociedad, esto es, los poderes públicos tienen la obligación de no obstaculizar la puesta en práctica de dicho proyecto personal.

En lo que al derecho al matrimonio se refiere, la igualdad constitucional exige su reconocimiento en los mismos términos para las parejas heterosexuales que para las homosexuales. El legislador no puede diferenciar entre unas y otras. Y no puede porque no puede hacerlo con criterio jurídico, sino únicamente con un criterio religioso o moral. Y esto es, precisamente, lo que la igualdad no permite. Una diferenciación de este tipo no sería nunca una diferenciación, sino una discriminación. Se daría carta de naturaleza jurídica a lo que es una simple opción religiosa o moral. Sería compatible con la libertad de muchos, es posible incluso que con la libertad de la mayoría, pero no sería compatible con la libertad de todos.

Inmediatamente después de hacerse pública la sentencia del Tribunal Supremo de Massachusetts, The New Yok Times la valoró en un editorial, que tituló significativamente "Una revolución legal en marcha". No pasará mucho tiempo, decía el editorial, antes de que lo que ahora mismo parece ser la excepción se convierta en norma. En muy poco tiempo la gente se sorprenderá de que las cosas no hubieran sido así desde siempre. Y no andaba descaminado. En EL PAÍS del pasado jueves se daba noticia de la sentencia del Tribunal de la Unión Europea que reconoce el derecho de los transexuales al matrimonio. Esta revolución no va a haber forma de pararla. Sería bueno que los partidos políticos españoles tomaran nota de ello en la campaña electoral que se avecina y que las próximas Cortes Generales pongan fin de manera definitiva a una discriminación que debería haber desaparecido de nuestro ordenamiento desde hace mucho.

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