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Columna
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A la tremenda

Habrá que tomárselo con calma, porque nos esperan unos meses desaforados. Quizá lo más recomendable para el ciudadano corriente sea que se dedique a pintar, sí, a pintar monas, o casitas con árboles, y que haga oídos sordos a lo que le va a caer encima. No pretendo desmotivar a la ciudadanía, pero es que tengo la impresión de que si presta atención al discurso del espasmo que se nos avecina es posible que no se entere de nada, o bien que acabe tan alterada como para ver bolas de fuego no ya cruzando el cielo, sino saliendo de los sepulcros. ¡Qué barbaridad!, exclamará, ahora que España va bien y que podía ir mejor resulta que todo se descalabra y ni siquiera sé en qué época vivo. Es evidente, concluirá, que estoy rodeado. Y no sé si cabe esperar nada bueno de alguien que se siente rodeado: se puede encerrar en el retrete bajo siete llaves, organizar una cruzada, aullar, cambiar de género y convertirse en pantera o en cocotte de chamizo de carretera, etcétera. Pero da la casualidad de que lo que se espera de él es que vaya a votar, de ahí que yo le recomiende que se dedique a pintar marinas en lugar de someterse al estado paranoico-votativo, que, aunque parece ser el estado electoral ideal, deja sus secuelas.

Si bien es cierto que las campañas electorales tienen grandes semejanzas con las operaciones de marketing de las compañías comerciales, conviene apreciar también claras diferencias entre ellas. Acaso la diferencia vaya determinada por la que hay entre lo tangible y lo intangible. Las compañías comerciales le ofrecen al consumidor a cambio de su dinero un producto bien visible y verificable, sometido a certificados de calidad, y que compite con otros en función de la bondad de sus prestaciones, garantizada por la confianza de sus usuarios. La retórica de la campaña suele estar centrada en el producto y sus prestaciones, siempre beneficiosas, de ahí que trate de vincular a estos con figuraciones del paraíso. Una campaña comercial suscita el deseo y los buenos sentimientos y ofrece los medios para satisfacerlos.

En las campañas electorales se le ofrece algo al elector a cambio de su voto, pero en ellas el acento se desplaza de ese algo -el producto- al elector mismo, ya que lo que en definitiva se le ofrece es su bienestar general. La retórica en este caso no es algo que se le añada de forma sugerente al producto, sino que es el producto mismo. En este tipo de campañas además no rigen las leyes de la competencia, de manera que el producto se puede ofrecer despotricando de los peligros del adversario en lugar de cantando las excelencias de la oferta propia. No es de extrañar, por lo tanto, que el elector, que ha de apostar por sí mismo, se vea sometido a tesituras paranoides, al hallarse obligado a elegir entre opciones que son un peligro para su seguridad. El sí mismo que le ofrecen los diversos candidatos en el fuego cruzado de su propaganda negativa resulta pavoroso, y es normal que en estos casos el elector se aferre a lo dado y se incline por quien ya está gobernando, debido a que el futuro que se le ofrece es más incierto que su presente.

Ahora mismo nos hallamos ya en el imperio de la letxe (mala ). Lo digo por la fortuna que está teniendo ese sufijo vasco -txe, que viene siendo aplicado a toda personalidad que sugiera algo distinto a la política impulsada desde el Gobierno: Roviretxe, Maragaletxe, Zapateretxe y los que vengan. Es el sufijo de la catástrofe. Y la catástrofe es lo que está siempre por venir, no lo que está ya en curso, por criticable que sea la gestión de quienes nos gobiernan. El presidente Aznar acaba de declarar que los socialistas quieren romper el esqueleto del Estado, y la expresión es toda una declaración de estilo: no sólo sugiere desastre, sino también violencia. Vemos que el contagio metonímico está siendo ahora potenciado por el contagio mágico, el contagio verbal. Y que si las campañas comerciales recurren a la retórica del paraíso musulmán, las campañas políticas nos remiten a la guerra santa. Para que luego digan que el Islam y la modernidad son incompatibles.

Ignoro de qué forma va a poder contrarrestrar el PSOE esa sobreabundancia del -txe que lo vincula al mal supremo. Su acuerdo con Roviretxe es presentado como un eslabón más de ese vínculo, aunque a mí el nacionalismo no nacionalista de Carod me suene a ideología prêt-à-porter de incierto futuro. Se lo ha comparado con Bossi para subrayar su peligro, pero Bossi fue un peligro efímero. Otra cosa es el peligro Ibarretxe, quien ha conseguido imponer su idea de nación -nada prêt-à-porter- y que todos se peguen en torno a ella mientras él recoge los frutos. No conseguirá sacar adelante su plan, pero beneficios los tendrá. Seguro.

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