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Columna
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Yo el rey

José Luis Ferris

El título de esta columna se lo debo a mi buen amigo Mariano Sánchez Soler. Me lo sugirió el pasado lunes, poco antes de que la cosmética, el pelo artificial y una ampulosa indumentaria me transformara en todo un mago de Oriente. Ni yo mismo pude reconocerme al ver mi careto en el retrovisor del celular que nos condujo hasta el aeródromo de Mutxamel para tomar vuelo sobre Alicante. El polvo de estrellas que dibujaba el helicóptero en un cielo azul-noche fue contemplado, desde la Plaza de Toros, por miles de niños que jaleaban el milagro. Minutos después descendimos sobre la arena, nos ajustamos las coronas reales y pisamos la gloria de aquella chiquillería que aclamaba la gran faena de nuestra aparición en el ruedo. Para contar lo demás me faltarían tropos, metáforas y mucha habilidad retórica, porque no es nada fácil convertir el idioma de la emoción en código escrito. Pasar de mendigo a príncipe, de vasallo a rey; ser, durante seis horas de prodigio, monarca de miles de ilusiones, majestad entre ellos, es una experiencia brutal que te sitúa necesariamente en un limbo casi ingrávido, en un punto anillado de fascinaciones, en el centro de un poder tan simple que con sólo rozar el rostro de un niño, la mano que se abre entre la multitud o una cabecita despeinada por el asombro, se generan ráfagas de felicidad, se restituye la armonía y se regresa a ese orden donde los sueños tienen su estatura, su dimensión exacta.

Todos estamos en este lado del deseo, en esa llana perspectiva que sólo nos permite pedir, ambicionar y luchar por alguien y por algo. Pero imagínese, sólo imagínese, que por arte de birlibirloque un buen día usted es el rey y en su cetro o en su mano tiene la potestad de echar luz sobre el caos, abolir conflictos, encender sonrisas y transformar la esperanza en panes y peces. Ese día, créame, su corazón será una jaula de potros desbocados y le faltarán extremidades para apaciguar a esas legiones de fervor y gratitud. Me lo advirtió el sagaz de Mariano, pero no me dijo que después, acabado el encantamiento, uno repara más que nunca en Dios, en su gran inoperancia, en su empeño en no dimitir por incompetencia e insensibilidad.

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