¿Quiere Cataluña bajarse del autobús?
Muchos se preguntarán, ante la efervescencia separatista, soberanista o autodeterminativa que parece apoderarse de varias comunidades españolas: "¿Por qué ahora?". El plan Ibarretxe ha encrespado los ánimos o producido envidias. Algunos políticos catalanes viajan últimamente a Vitoria como los griegos viajaban a Delfos o los musulmanes a La Meca, en busca de inspiración y guía. Evidentemente, la política es el arte de lo posible, y los políticos aprovechan las ocasiones como nadie. El aumento del voto de Esquerra en Cataluña a un modesto 16% da a esta formación un poder desproporcionado por las peculiares circunstancias del electorado catalán que, cansado ya del largo monopolio del poder que ha ostentado Convergència i Unió, le ha restado unos votos que, en lugar de ir a parar a los socialistas, han producido ese aumento del respaldo a Esquerra. Es muy posible que en gran parte este pretendido triunfo de los catalanistas republicanos sea un fenómeno pasajero. Es, por tanto, lógico que Esquerra intente provocar tensiones con "el Estado español", como hacen sus maestros del PNV, porque la confrontación con Madrid acostumbra a ser muy rentable electoralmente en las "nacionalidades históricas". Puede así responderse a la pregunta inicial simplemente señalando estos factores coyunturales. Ha llegado el momento del relevo generacional en Convergència, y esto ha coincidido con una cierta saturación de sus votantes, que ya se había manifestado, por otra parte, en las elecciones anteriores. El resultado ha sido esa fragmentación del voto que ha beneficiado a los separatistas.
Puede argumentarse, por tanto, que el ímpetu separatista (o como quiera llamársele) es consecuencia de unas circunstancias coyunturales. Yo no lo creo; en mi opinión, hay una lógica profunda (algo que tanto nos gusta a los historiadores y filósofos sociales) que refuerza los factores circunstanciales y que debiera hacer reflexionar a los que quieren mantener la "unidad de España" (fuerzas centrípetas) y a los que quieren convertir la comunidad autónoma en su propio Estado (fuerzas centrífugas).
La historia de España está llena de casos en que las fuerzas centrífugas han aprovechado coyunturas para tratar de cortar amarras, o al menos para tensarlas y adelgazarlas. Los cambios de régimen y las transiciones democráticas son especialmente propicias para estos intentos. La Segunda República conoció los primeros estatutos de autonomía, que vinieron precedidos de una efervescencia nacionalista desde los últimos meses de la dictadura de Primo de Rivera. Dos astutos observadores ingleses de la época coincidieron, independientemente, en diagnosticar la situación de manera muy parecida. En febrero de 1930, pocas semanas después del fin de la dictadura y del inicio de la "dictablanda", el corresponsal de The Economist en Madrid escribía: "La cuestión catalana puede arreglarse a perpetuidad por medio de alguna forma de autonomía limitada. Después de todo, a la industria catalana no le conviene la separación política, ya que actualmente disfruta las ventajas del mercado español tras una alta barrera arancelaria". Pero añadía: "Sin embargo, el Gobierno de Madrid sería imprudente si confiara en la operación del interés ilustrado en la mentalidad catalana; porque la historia demuestra que tales consideraciones nunca han consolado a los nacionalistas de la frustración de sus fines políticos". Unos años más tarde, en noviembre de 1933, un agente del Midland Bank en Madrid escribía a su casa matriz: "Los movimientos en varias partes de España en favor de la autonomía -ya realizada en Cataluña y muy encaminada en las provincias vascas- evidencian sentimientos separatistas, pero no lo serán en la práctica, simplemente a causa del mercado protegido que comprende a toda España y del cual dependen para vivir estas provincias mayormente industriales y ahora autónomas".
Sin duda, estos perspicaces británicos tenían razón. A los agentes económicos catalanes y vascos, que tan hábilmente habían manejado los hechos diferenciales para obtener una férrea protección arancelaria, el corte total de amarras podía resultarles suicida. Una relectura de la obra maestra de Jaume Vicens Vives, Cataluña en el siglo XIX, mostrará hasta qué punto se forjó en Barcelona la política española de ese periodo. Privados del mercado español, a cuyas dimensiones, características y precios habían adaptado su sistema productivo, a cambio de esa protección arancelaria, esos empresarios podían verse sumidos en una crisis fatal. El separatismo, por tanto, era un arma de dos filos: con uno de ellos se amenazaba y amedrentaba a Madrid, pero con el otro había que tener cuidado, porque podía volverse contra uno.
Es imposible saber qué hubiera sucedido en ausencia de guerra civil. Pero sí parece que en el momento de la transición posfranquista la relativa moderación de catalanes y vascos se debiera al mismo factor. Coincidiendo con la crisis internacional del petróleo, la tutela del Estado español era muy conveniente, y aún más si ese Estado se convertía en el vehículo que nos condujera a la tierra de promisión que en aquel momento nos parecía la Unión Europea. En las recientes celebraciones del cuarto de siglo de la Constitución en realidad se ha aplaudido la sensatez y moderación de que las principales fuerzas y agentes sociales dieron prueba entonces. La conciencia de la gravedad de las dificultades e incertidumbres políticas y económicas sin duda enfrió muchas pasiones.
Pero hoy es distinto. El autobús que debía llevarnos a la Unión Europea hace tiempo que nos depositó en la parada prometida. La tierra de promisión, vista de cerca, ha resultado bien, pero tampoco es el paraíso. Y sobre todo, la cuestión es ¿ha llegado el autobús español al final del trayecto? ¿No es hora de bajarse y dejar de pagar el billete? Al fin y al cabo, España no controla ya los aranceles. El mercado español ya no está reservado a los españoles; la gran ventaja del autobús ya no existe. Hora es de tomar nuestro propio coche y visitar el parque europeo a nuestras anchas sin los pelmas que nos acompañaban. La contrapartida de los impuestos que recauda el Estado español no parece suficiente, ahora que ya no puede repartir protección y primas a la exportación. Yo creo que éste es el tipo de consideraciones que se hacen muchos en Cataluña y el País Vasco. No revelan gran magnanimidad o elegancia; pero la política es así. A las instituciones no se las trata como a la familia: se las considera más bien de usar y tirar.
Pero también los fríos calculadores se pueden equivocar, porque los fervores políticos a menudo enturbian la visión, sobre todo los nacionalistas (o como se les llame). Y a lo mejor resulta que el autobús no estaba parado, sino que sigue en movimiento, y bajarse en marcha es muy peligroso: se puede caer uno o le pueden atropellar. El camino desde la separación de España hasta la plena integración en la Unión Europea no está nada claro, y los trapecistas pueden encontrar a mitad de salto que el balancín no está donde se esperaba. La propia UE está llena de incertidumbres. Puede ocurrir que, como pensaba el corresponsal de The Economist, creyendo ser muy racionales, fríos, calculadores, incluso egoístas, los separatistas estén simplemente cegados por la pasión política.
Gabriel Tortella es catedrático de Historia Económica en la Universidad de Alcalá de Henares.
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