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Tribuna:COMUNICACIÓN
Tribuna
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Las regiones de la cultura

José Luis Pardo
La enciclopedia acerca a un usuario anónimo y universal la responsabilidad individual de llegar a saber y la libertad de educarse
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La fascinante aventura del conocimiento

Sin prejuzgar que las motivaciones de los remitentes sean otras que el afán cooperativo y la insaciable necesidad de publicar que hoy hace desdichados a tantos mortales, todo el que ha pedido prestados apuntes alguna vez en su vida conoce el implacable proceso de degradación al que están sometidos, que ya comienza en el paso de la obra de referencia al discurso del profesor, y que se multiplica en su transmisión a los alumnos y en el trasiego de estos últimos, hasta llenar las hilarantes páginas de esos libros que recogen los disparates de los aularios y que nos recuerdan, por ejemplo, lo fácilmente que los coleccionistas de sellos se convierten en sifilíticos. Pero el caso de este tipo de páginas no es excepcional: cuando el criterio para incluir una información no es más que una secuencia de letras en un buscador (es decir, cuando no hay criterio alguno) y quienes la proporcionan declinan toda responsabilidad sobre su corrección formal y material, como masivamente ocurre en la red cibernética, entonces lo que tenemos no es información, sino un flujo de contenidos aleatoriamente reunidos que, más que a la imaginaria enciclopedia china de Borges, se parece a la secuencia de un zapping televisivo o a la heterogeneidad de los materiales amalgamados en un vertedero. No se puede excluir que en ambos casos haya contenidos valiosos en ese torrente, pero lo que parece excluido es la capacidad para discriminarlos.

Ésta es una de las razones por las cuales, incluso para quien considere que la principal función de una enciclopedia es la de proporcionar información con miras académicas o paraacadémicas, ésta no puede ser sustituida por la navegación electrónica. Forzosamente sintética por vocación de su género, la enciclopedia no solamente se distingue porque la selección de sus materiales sí obedece a un criterio de calidad y porque sus autores sí se hacen responsables de sus contenidos -hay artículos de enciclopedia que han quedado convertidos en pequeñas obras maestras-, sino por algo más importante: no presenta únicamente una colección de conocimientos valiosos, ni puede en ningún caso sustituir lo resumido mediante sus resúmenes, pero puede hacer algo que le es propio, a saber, mostrar, en su propia articulación, las conexiones entre las diversas regiones de la cultura y, por tanto, ofrecer un mapa significativo que permita al lector orientarse en el terreno del conocimiento concebido como un todo. En una época tan dada a la dispersión y a la fragmentación como lo es la nuestra, la apreciación de estos vínculos es ya un servicio público.

Con todo, esta consideración de la enciclopedia como una obra de consulta informativa y predominantemente académica es ya una rebaja con respecto al sentido moderno de este género literario; una rebaja que en cierto modo justifica el uso peyorativo del término "enciclopedismo". A diferencia de las bibliotecas de la Antigüedad o de las summas medievales, la enciclopedia está para nuestra cultura marcada por una intención de radical ilustración. La consideración popular de estas obras como un simple auxilio para el que necesita una indicación rápida y sinóptica -un "rincón del vago", en suma- nos hace difícil comprender el hecho de que, en el momento de su renacimiento en el Siglo de las Luces, la enciclopedia fuese percibida como un instrumento tan decisivo para la revolución democrática como la prensa libre o el Parlamento. Y es que, más allá de la satisfacción del loable deseo de "informarse", la enciclopedia nació para divulgar y poner al alcance del ciudadano común todo un continente de saber que hasta entonces era sólo accesible a unos pocos. Es decir, no como el fin del conocimiento -la tumba a la que va a parar el saber ya consolidado para momificarse con la rigidez de lo acabado-, sino como su principio, como un corredor lleno de puertas abiertas o como un manojo de llaves para franquearlas; no como el remedio que nos ha de liberar del trabajo de leer a Dickens o a Aristóteles, sino como el pasaje que nos ha de llevar hasta ellos, que nos ha de hacer comprender -como lo hacen las buenas enciclopedias- que tales lecturas no son un trabajo sin ser, además y sobre todo, un placer.

Aunque no se trate de un instrumento autosuficiente, la enciclopedia acerca a las manos de un usuario anónimo y universal no sólo el saber, sino la responsabilidad individual de llegar a saber y la libertad de educarse. Y del retraso que aún llevamos en esta tarea no tiene la culpa ninguna web.

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