Del rapto de Europa al rapto de los sabinos
Aunque algo retórica como expresión, la marcha de la historia no es una frase falta de realismo en la medida en que se refiere a algo hasta cierto punto ajeno a la voluntad de sus protagonistas. Lo que, más allá de toda componenda, está pasando ahora mismo con Europa, por ejemplo; una Europa, se diría, demasiado abrumada por su propio pasado para acabar de levantar cabeza. Las causas que a lo largo de los siglos y hasta hace poco más de cincuenta años llevaron a los países que la forman a una sucesión de guerras que se saldaron con un número incalculable de muertos, parecen haberse esfumado, es cierto. Pero la tendencia de algunos de esos países a establecer vínculos especiales con otros, bien en el seno de la Unión Europea, bien fuera de ella, contradice el objetivo fundacional de suprimir fronteras, de borrar rasgos diferenciales a favor de una identidad más amplia: Europa. Así, como en un intento de enmendar el pasado, el eje franco-alemán, o las tentaciones atlantistas de Gran Bretaña, España y Portugal. Afinidades en gran medida aleatorias, ya que un simple cambio de dirigentes bien pudiera propiciar una aproximación táctica hispano-alemana frente a otra, pongamos por caso, franco-británica.
Paralelamente a ese secuestro de la idea de Europa en beneficio de los intereses nacionales de cada país, la inquina de los llamados pueblos sin Estado hacia algunos de sus vecinos más inmediatos dista mucho de haberse disuelto, contrariamente a lo que pudo llegar a creerse durante el proceso de creación de un espacio europeo. Al contrario: el hecho de haber llegado a ese momento fundacional precisamente como pueblos sin Estado en lugar de como Estados nacionales no parece sino que haya exacerbado el deseo de escindir, de cortar nexos de unión respecto a esos detestados vecinos más inmediatos. Y no me estoy refiriendo al Ulster, Córcega o el País Vasco, aunque éstos sean los casos más tristemente famosos, sino a un sinnúmero de situaciones conflictivas que, al igual que en España, se dan en casi todos los países europeos.
En el origen de semejantes antagonismos siempre suelen esgrimirse los tópicos que permiten a una parte -raramente son recíprocos- atribuir a la otra, además de todos los defectos posibles, la causa fundamental de todas sus desgracias. Se trata de reproches -los vecinos son bribones o tontos, o gandules o avaros, o incapaces de organizarse o negados para el arte, o puritanos o lascivos o fanáticos, o descreídos, con frecuencia varias de estas cosas a la vez, por contradictorias que parezcan- que tanto la Historia como la apreciación de la realidad presente con un mínimo de sentido común se encargan de desmentir; pero los sentimientos al respecto se configuran en pasiones y, como es sabido, las pasiones ciegan. Casi siempre, además, lo que no pasaba de ser uno de tantos tópicos entre vecinos mal avenidos encontró en algún momento del pasado una personalidad que, al elaborarlo a modo de relato, lo convierte en Historia, una Historia que sólo es preciso ilustrar con la más completa retahíla de agravios. Con el paso del tiempo la figura del compilador se difumina poco a poco, pero su obra, su relato, convertido ya en Historia, queda gravado en la conciencia de sus paisanos como si de una revelación divina se tratase. Para cualquier persona ajena al conflicto, el contenido de esa revelación resulta de una estupidez increíble, pero el culto a la corrección política, propia de la sociedad en que vivimos, suele disuadir de hacérselo ver así a quienes, entre sus paisanos, se la creen a pies juntillas. Por otra parte, los que de entre ellos han viajado más o poseen un mayor sentido crítico, algo de eso se malician, por lo que prefieren, antes que difundir la obra del ideólogo, mantenerla en secreto, como si una especie de sigilo sacramental así lo aconsejara. Lo que induce a pensar que lo más conveniente para todos sería hacer exactamente lo contrario; esto es: traducir al inglés, al francés, al catalán, al ruso, al alemán, al griego, al sueco, al hebreo, al italiano, la obra, pongamos por caso, de Sabino Arana, ejemplo inmejorable de este tipo de ideólogos. Los principales rasgos de su pensamiento -fundamentalismo religioso, convicciones profusamente antidemocráticas, antiliberales, antimasónicas y antisemitas, además de xenófobas- bullen, en todo o en parte, en los movimientos secesionistas o irredentistas de carácter violento que todavía subsisten en Europa. Por lo mismo, sus tesis bien pudieran suponer un excelente punto de partida para el desarrollo de una nueva secta en Estados Unidos.
Cuando no se alcanzan tales grados de fanatismo o, como se dice vulgarmente, cuando la sangre no llega al río, lo más aconsejable es seguir trampeando la situación, como si de desavenencias conyugales se tratase, confiando en que el paso del tiempo las haga irrelevantes; tal sería el caso, por poner un ejemplo, del antagonismo que enfrenta a los noruegos de la costa con los del interior. Claro, que también existe el divorcio, la ruptura deseada por ambas partes. Y eso es precisamente lo que bien pudiera suceder con Bélgica, el territorio que acoge a la capital de la Unión Europea: ni flamencos ni valones dan muchos años de vida a una relación ya no deseada ni por unos ni por otros. Claro que, para entonces, las consecuencias serán prácticamente nulas tanto para Europa como para cada una de las partes.
Lo que no deja de ser significativo es que esa situación se produzca precisamente en la capital de Europa, una Europa que, entregada al ejercicio del autoagasajo, convierte en virtudes los defectos, llamando pluralismo a lo que es fragmentación y diversidad a lo que es ausencia de gobierno. Ahora bien: si ni los Estados nacionales ni los pueblos sin Estado se hallan a la altura de las circunstancias, se impone preguntarse la razón de que así sea, tanto más cuanto que Europa ha emprendido la huida hacia delante que supone extender la unión política a la totalidad del espacio geográfico europeo. Los hechos son los hechos, pero, si existe en ellos algo que se pretenda remediar, habrá que empezar por comprender su naturaleza. Una tarea que bien merece ser tratada en capítulo aparte.
Luis Goytisolo es escritor.
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