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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Egido y la única verdad

No tengo claro del todo cómo comenzó Luciano G. Egido (Salamanca, 1928), un hombre de cultura y del periodismo, que empezó a publicar, sin ruido, pero con seguridad y ambición, novelas hace tan sólo diez años, con las que se ha convertido en un clásico y en un escritor de culto, a dar forma a este su primer libro de relatos, que tiene algo de insólito. Creo que era Vargas Llosa, en su texto sobre Flaubert, quien decía que el autor de Madame Bovary tras describir una colina en su novela se fue a ver si la encontraba en la realidad. Pues bien, no sé si Luciano G. Egido fue coleccionando citas de escritores que le gustaban (hay muchos, repiten, sobre todo, Borges, Faulkner y Pessoa) y luego, a partir de esa invitación literaria -la cita, el fragmento de una frase, el instante de un verso-, se puso a escribir el relato. O, posiblemente, primero concibió el cuento y luego salió a la realidad.

CUENTOS DEL LEJANO OESTE

Luciano G. Egido

Tusquets. Barcelona, 2003

238 páginas. 14 euros

Cuentos del lejano oeste es

un muy original laberinto de palabras, una muy singular escalera de caracol, en el que -si se escoge laberinto-, en la que -si se prefiere escalera- la extensión de los relatos va creciendo en espiral. Los primeros relatos, hiperbreves, tienen algunos la precisión del verso conseguido, la elegancia sintética de un haiku, el estallido de una greguería; hay relatos tan cortos que parece que echan un pulso con la cita literaria que ayuda a equilibrar el blanco de la página. Hay historias que son poco más que una brillante paradoja, un sutil retorcimiento del cuello de un cisne blanco. Pero nos vamos adentrando, poco a poco -el lector ya a estas alturas sabe si laberinto, si escalera de caracol-, y las historias van creciendo, va apareciendo una tenue neblina, hay como una desfigurada memoria de una infancia, de un tiempo, de un país (y claro, unamuniano como es Luciano G. Egido, no sólo por salmantino, también un paisaje y un paisanaje). No es predominante, en las historias más extensas, el pasado, pero sí perceptible, un pasado con unos lindes muy claros: una guerra civil, una violencia soterrada, tan antigua como el hombre; un mundo rural desconfiado del forastero, de lo ajeno; temas todos ellos recurrentes en este libro, de un lejano oeste, no tanto más allá del Pecos, sino por donde la raya de Portugal y España, esas tierras salmantinas donde sitúa Egido sus historias, algunas hermosísimas, como esas que son como un elogio (sentimental) de la lectura, del poder mágico de los libros, esos que esconden la única verdad, que es la literatura (Pessoa). Un libro, en fin, que su autor resume no en una cita sino en una dedicatoria, a Beatriz de Moura, su editora; pues es también, este libro, un regalo que desenvuelve, sí, Beatriz, pero que disfrutamos todos sus lectores.

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