Fiestas
No se veía el mar, pero no pudo quejarse del espectáculo de luces y distancias que la ciudad imponía en la ventana. La habitación estaba bien, limpia y cómoda. Era un remanso de tranquilidad momentánea, que se agradecía después de una jornada dura. El nuevo año había empezado con demasiadas curvas, y la tarde parecía una derrota, una claridad espesa y fatigada que añoraba la noche. Ahora se encontraba cómodo, sin frío, sin prisas. Cuando las cosas se ponen del revés, las grandes esperanzas son sustituidas por un deseo simple de tranquilidad. Sólo aspiraba a quedarse dormido por unos minutos. Buscó el móvil y marcó el número de Juan. Estaba comunicando. Miró las luces de la ventana, una telaraña de cristales anónimos bajo la que cientos de personas llamaban por teléfono, preparaban la cena, buscaban sus coches, vestían a sus hijos, se despedían de sus amantes, pedían a los recepcionistas de hotel las llaves de sus habitaciones o apretaban el botón de un ascensor con las llaves de sus casas en el bolsillo de un abrigo. Igual que las luces de la ciudad, los móviles trazan hilos secretos, forman geometrías extrañas. Volvió a marcar, la voz de Juan lo saludó con una pregunta. ¿Qué habitación te han dado? La 806, ¿y a ti? La 314, estoy viendo ahora un letrero inmenso de Telefónica. Alberto buscó en la ventana y descubrió a su derecha, en lo alto de un edificio acristalado, el anuncio de Telefónica. Sí, ya lo veo, creo que disfrutamos del mismo paisaje. Pues María José no, acabo de hablar con ella y tiene una habitación interior, la 421. Bueno, a ver si duermo un poco, nos llamamos a la hora de la cena.
Cerró los ojos. Los ruidos del pasillo se mezclaron con la telaraña de luz que flotaba en la ventana. Podía oír el rumor de la ciudad, los pasos de la gente en las calles, el agua de las duchas estrellándose contra los cuerpos, las puertas de los garajes abriéndose y cerrándose, las voces de las radios y de las conversaciones telefónicas, las risas de los saludos y de las buenas despedidas, la espuma de las cervezas en los vasos, el temblor de los platos, el murmullo de las fuentes, las neveras y los lavaplatos. Una punzada en el estómago le abrió los ojos. La habitación era limpia, cómoda, cálida, y él estaba terriblemente cansado. Miró la telaraña de luz, imaginó los salones de hotel, los manteles de los restaurantes, las mesas de los comedores familiares, la fila brillante de las copas, el orden de las cucharas, los cuchillos y los tenedores. Un nudo de angustia se le formó en el vientre y empezó a correr por todas las direcciones de su cuerpo, sin decidir en qué lugar concreto del alma iba detenerse. La nostalgia, la broma, el cansancio, la desesperación, la calma, pueden formar parte del mismo nudo, del mismo cuerpo, de la misma habitación. Buscó el móvil y volvió a marcar el número de Juan. No, no me has despertado, frente a todo pronóstico no he podido dormir. ¿Qué vas a cenar? ¿Yo? Un poco de gotero con mayonesa. A mi compañero de habitación le han puesto una bandeja con sopa, fletán y uvas. Mañana será otro día, otro año, otro banquete y otra salmonelosis. Hasta mañana. Desconectó el móvil, miró su gotero, contó doce gotas y se quedó dormido. La araña de luz de la ciudad se pegó a la ventana y vigiló su sueño.
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