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Columna
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Bush, Marina y el sexo

Es admirable el aplomo con el que un presidente de los Estados Unidos puede pronunciarse a favor o en contra de una causa que suena a agua pasada, que no mueve molino. Ya era llamativo que Carter recomendara la abstinencia sexual hasta el el matrimonio, en una época en la que "la primera revolución sexual", como la llama nuestro filósofo José Antonio Marina, era un hecho consumado. Que, sin embargo, el señor Bush siga lanzando la misma recomendación, resulta desconcertante. Cierto que Bush es hombre religioso, aunque en este punto, nadie le gana la partida a Carter. Puede pensarse que en el actual presidente prima el factor sociopolítico: el creciente número de embarazos indeseados entre menores, un problema que es también europeo. ¿Se dirige más bien Bush a la menos libertina América profunda, todavía acaso recuperable para el sexto mandamiento? ¿Piensa quizás que la situación es también reversible en los grandes núcleos urbanos (Nueva York, Chicago, Los Ángeles...), sitios en que los adolescentes, allí como aquí, se estrenan en los dieciséis y los diecisiete años, con tendencia a hacerlo antes de esa edad? Sea como fuere, aquí sorprende este paternal llamado a la castidad. Hace ya bastante años que en Europa y en España todo el acento se pone en la prevención de embarazos no queridos y de enfermedades de transmisión sexual, pero no vía la abstinencia. Con todo el renovado ímpetu de la Iglesia española, si la ministra de Sanidad -no digamos ya el presidente del Gobierno- se descolgara diciéndole a la muchachada que ni condón ni diablos, que la solución es abstenerse, se toparía con la rechifla y las pullas de unos y con el silencio de otros; excepción hecha de algún obispo tan adherido a las verdades eternas como alejado de su entonrno social.

En esas estamos cuando surge José Antonio Marina con su libro El rompecabezas de la sexualidad. Marina es un intelectual sólido y, a menudo, brillante. Es también versátil con causa, cosa que se agradece en una época en la que, irreversiblemente, la especialización se impone para bien y para mal. "...Por mucho que se quiera desvincular la sexualidad del sentimiento, resulta casi imposible. Nos cuesta vivir vinculados pero no podemos vivir desvinculados". Nos remite el autor a las encuestas, según las cuales, la gente valora sobre todo la relación amorosa de por vida, pero la ve como algo inalcanzable. Es la crónica de una derrota anunciada. "Como ya no hay normas y la conducta del otro es imprevisible, se instala una desconfianza radical". Grave error, pues lo que no perdura es la excitación, que es otro concepto. Marina lanza un manifiesto: "Propongo volver a tomarse en serio la sexualidad, vincular el sexo al sentimiento...Hay que cambiar las normas laborales porque es la vida afectiva, y no la laboral, el marco principal de realización personal".

Se trata de un alegato antisistema en toda regla. Las relaciones humanas profundamente afectivas y perdurables hasta la muerte existen, eso es innegable. Todos conocemos casos. Pero no brotan y sobreviven espontáneamente, sin un caldo de cultivo condicionado, en última instancia, por el marco social y su concomitante organización política. No caeremos en la tentación de idealizar ningún pasado, ni tampoco comulgaremos con el pesimismo de Camus, según el cual, un verdadero amor surge una o dos veces por siglo. Ciñéndonos al presente, no hay que ser un lince para percatarse de que la afectividad sólida y salvadora entre seres humanos es muy difícil por más que se den casos aislados. Los sondeos y encuestas al respecto son falaces; no porque los encuestados mientan descaradamente, sino porque el sistema de valores que delatan no refleja la realidad, sino la añoranza, la nostalgia de algo en cuya materialización no se cree; y acaso no tan erróneamente como afirma Marina. La gente quiere relaciones profundas de pareja, con amigos, con padres y hermanos, pero los resortes no se disparan y todo queda en intentonas. ¿Podría ser de otra manera? Empiécese por darle una vuelta completa a la televisión, que de tal modo hace escarnio de la vida afectiva. Hemos llegado a un extremo en que hay que inventarse a los famosos, porque con los que hay, sin causa alguna, ya no basta. La misma televisión estatal da o sigue la pauta, con programas del corazón que nos informan con pormenores de quién se acuesta con quién, de amores simultáneos, de lealtades de un día. En los anuncios, un automóvil, un perfume, una sonrisa de pasta dentífrica, despiertan pasiones. Superfluo abundar en esto, sólo poner de relieve que la televisión (también la del país de Bush, aunque sin llegar a los extremos de la nuestra) hace inútiles, por sí sola, todas las admoniciones y esfuerzos por crear un clima social proclive a la eclosión de una auténtica afectividad. Todo el sistema económico y político está sustentado por una gran contradicción. En la Edad Media, el dinero y la actividad económica estaban al servicio del ser humano. Rige la doctrina de los canonistas, la del justo precio y el justo salario, la de la justicia conmutativa, la de la relativización de la propiedad privada y la intervención de los poderes públicos. A cambio de eso, el hombre era inconcebible sin el grupo y estaba atado de pies y manos a la familia, al gremio, a la Iglesia, al señor feudal, etc. El capitalismo le hizo libre, para bien y para mal. Es una historia de sobra conocida y no insistiremos en ella, permítasenos recordar solamente unas palabras de Erich Fromm: "Con el capitalismo, la actividad económica, el éxito, el beneficio material, se convierten en fines en sí mismos". Pero con el paso del tiempo, la técnica iría añadiendo otro factor al espíritu del primer capitalismo. La máquina produce mucho, hay que consumir. Eso no está mal, si no se acaba tirando por el camino más fácil, el fomento del consumo compulsivo de lo necesario y de lo superfluo. Es el consumismo, ante el cual se ha rendido también la socialdemocracia, a la fuerza ahorcan.

El sistema se les ha ido a todos de las manos. La Iglesia, la política y las élites del dinero pueden declararse a favor de la castidad, de la monogamia y del amor eterno. Pero fomentan lo contrario, pues sin lo contrario el sistema económico se iría a pique. Resultado, la TV del sinceramente católico Aznar. Los J. A. Marina se quedan solos, sitiados por los cuatro costados.

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