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Columna
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El des-velo francés

Lo barato sería despachar el asunto diciendo que Francia se equivoca; que prohibir que las colegialas del islam se velen el rostro, y además por ley, es agresivo, ineficaz y cabreante. Pero eso sería como pedir que no hubiera habido Revolución francesa; que Francia no hubiera sido, y en gran medida siga siendo, refugio de libertades para los perseguidos de todo el mundo, y, en estos tiempos de mundialización, tanto como pretender que París renunciara a la excepción laicista que la adorna; que conocemos, por otro nombre, como doctrina republicana.

La prohibición del velo, que parece inevitable, no es sólo una medida coercitiva que impide algo, sino también una medida generosa que aspira a hacer imposible una coerción anterior: la de quienes, amparados en la patria potestad, pudieran obligar a las niñas del islam a hacer de propagandistas de una fe que Occidente considera, en general, opresiva, sobre todo para la mujer. Es una disposición cuya naturaleza recuerda a la Convención año I cuando promulgaba máximos, convertía a súbditos en ciudadanos y rehacía el calendario, con el objetivo de modelar una sociedad que se rigiera por criterios de minuciosa igualdad jurídica; el último estertor del Siglo de las Luces, que creía a pies juntillas que la ley era la ruta segura a la felicidad.

Pero con ello no se agota el debate, puesto que lo que vale para Francia no tiene por qué ser de universal exportación. En contraste con el francés, el laicismo español y curiosamente también el británico son mucho más un estado de cosas que un ordenamiento legal. La bajamar que vive la Iglesia en la sociedad española pese al PP, así como la del culto establecido en Inglaterra, parecen hoy realidades que garantizan un razonable laicismo de trabajo.

Por esa razón, el gran argumento en contra de prohibir nada que no moleste directa y físicamente al prójimo puede ser el de que para un verdadero laico, aquel que separa perfectamente su vida privada -sin perjuicio de que observe o no uno u otro culto- de sus manifestaciones en sociedad es el de que el velo, si no es una sábana que lo tape todo, es sólo una prenda de vestir; ésta sería la postura de quien mira con ojos totalmente laicos y, por ello, no ve en el velo signo religioso alguno, sino únicamente una clase de atuendo que hasta podría convertirse en Occidente en una moda, pero nunca en el morse de una fe.

La legislación que se apruebe contra el velo en las escuelas -como contra lucir una cruz de peto de cruzado o enarbolar una bandera con la estrella de David- será campo de batalla para un nuevo y seguramente agitado episodio de la pugna entre la fabricación de neofranceses por medio del rouleau compresseur republicano y las aspiraciones al multiculturalismo, sobre las que hoy se debate en otros países europeos. Podría decirse que Francia estima tanto a sus inmigrantes que quiere que se parezcan lo más posible a los franceses de toda la vida, de forma que cuando reciban la nacionalidad francesa dejen por el camino parte de quiénes eran, mientras que el laicismo ambiental, de tipo no identitario -modelo español o británico- parece que tolera mejor la convivencia de una pluralidad de identidades en el seno de una misma sociedad.

Ése es el aspecto más rico pero, a la vez, más rígido de la llamada doctrina republicana francesa; el de creer que existe siempre una ingeniería legal aplicable a todas las ocasiones como elemento de progreso; eso es lo que creyó el gran ilustrado marqués de Esquilache -que era italiano-, cuando decidió que los madrileños estaban mejor sin chambergo ni capa y, a cambio, el casticerío le montó un motín. Pero en momentos en los que la izquierda pos-marxista europea se enfrenta a una larga travesía del desierto, la doctrina republicana adquiere aún más en Francia el carácter de un tótem, de una nueva religión política de sustitución porque, para no pocos de sus partidarios, es la única izquierda que queda.

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Pero que, incluso en los modelos estatales mejor construidos con este tipo de geometría histórica, hay que hacer un aparte para la realidad indescifrable lo demuestra cada domingo por la mañana la televisión pública francesa con la emisión de la misa católica, exactamente igual que hacen sus hermanas latinas, Italia, Portugal, España. ¿Y dónde queda ahí la separación entre Iglesia y Estado?

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