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Columna
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En defensa de la ciudadanía

Es sorprendente, y apasionante al mismo tiempo, el efecto que tiene entre nosotros, los humanos, las pequeñas pasiones fieras, los ritos de cambio, las estaciones del año y los efectos que ello tiene en nuestro entorno cotidiano. O la naturaleza en sus distintas formas y estadios. Nos apasionamos por el fresco olor a setas en medio del bosque, el rocío de la mañana o el sol cubriéndonos mientras el mar golpea con descaro nuestros cuerpos. Somos seres humanos, animales locuaces. Hablamos, pero no hemos perdido completamente ese hilo tenue pero inquebrantable que nos une a la tierra, a nuestro primitivo ser. Somos iguales; en esto sí, los humanos somos iguales.

Las Navidades hechizan nuestro ser porque nos remiten de un modo radical y fascinante a ese ser carnal y grupal que forma parte esencial de nuestro ser. Los grandes almacenes y las empresas de fantasías se aprovechan lucrativamente de ello. Pero, no fueron ellas las que inventaron la Navidad... aunque tenga mis dudas. Las pasiones son contradictorias, y, como las historias de lobos entre abetos nevados, pueden ser maravillosas o dramáticas. Como la Navidad. Hay quien las quiere y quien las odia. Es la vida.

Pero, frente a ese hombre que somos, hemos creado la categoría del ciudadano. Lo segundo no puede imponerse al hombre, pero sí civilizarle, hacerle más social, más comunicativo. Y de la ciudadanía se deriva la forma de gobierno parlamentaria: una cultura del respeto, de la comunicación y el diálogo. No es algo superpuesto, añadido a nuestro ser: es la prolongación civilizada de éste. Es una cultura que, respetando al hombre, al individuo que somos, lo modula cabalmente en sociedad.

Me están dando las Navidades gente que está a nuestro servicio -o debiera-, a quienes hemos elegido para que administren esa parte de civilización que tantos siglos nos ha costado adquirir, y que, sin embargo, juegan a ser que son. ¿Qué hace un Parlamento respaldando a un presidente (Atutxa) cuestionado por el Poder Judicial por fraude de ley? ¿Qué, un parlamentario (Iturgaiz) votando por otro como si aquello fuera un juego de patio de clase? Gravísimo, no hay más que verlo. Pero no más grave que la ausencia sistemática de uno de mis representantes (Oreja), portavoz de uno de los grupos del Parlamento.

¿Qué hace otro Parlamento forzando el Código Penal hasta hacerlo sangrar para meter a alguien (Ibarretxe) en la cárcel? ¿Y qué hace mi Gobierno, que debiera representarme plenamente, exhibiendo una propuesta (Plan Ibarretxe) que puede arruinarnos concreta y efectivamente? (Discrepo en este punto con José Ramón Recalde, con el que coincido, aparte lo anterior, en todo lo expresado en su excelente artículo en este periódico del pasado 10 de diciembre).

Cuando nos adentramos, más que en el carnaval, en estas fiestas de humanidad y furia (en ese sentido apasionado y animal al que me refería antes... y de los centros comerciales, es cierto), no podemos soportar que lo que tenemos de civilidad merme tan espectacularmente. (¿Qué nos deparará Josu Jon Imaz?)

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Exijo, porque a pesar de las fechas ya no estoy en edad de pedir, que seamos adultos en aquel mes de marzo del año próximo y cambiemos ese patio de vecindad que es hoy el Parlamento español por una representación digna de la ciudadanía, de nosotros. Y, cuando corresponda, exijo (también lo hago) que cambiemos el circo del Parlamento vasco. ¿Cómo es posible equiparar una canallada de un canalla, luego terrorista, que arroja cal viva sobre el asiento de un vicelehendakari acusándole de crímenes sin nombre, con una chiquillada de un chiquillo? Año nuevo, ciudadanía libre. Feliz y apasionada Navidad.

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