Las lecciones de Bruselas
Los 25 Estados miembros o adherentes de la Unión Europea se separaron el pasado sábado 13 en Bruselas sin alcanzar un acuerdo sobre el proyecto de Constitución europea que se les había sometido. ¿Esto significa que hay que hablar de crisis?
A tan sólo unos meses de una ampliación sin precedentes de la Unión Europea, la duda empieza a insinuarse y se arraiga el sentimiento de que Europa avanza sin rumbo preciso y se amplía sin fin, incapaz de llevar a cabo el previo e indispensable trabajo de consolidación y profundización. Así que es necesario reflexionar sobre dónde está Europa y hacia dónde va.
Bruselas ha sido una cita frustrada. No se ha producido la negociación entre 25 miembros sobre un texto de compromiso. Al constatar la persistencia de los diferentes bloqueos, la Presidencia italiana consideró que proseguir ese ejercicio era inútil, incluso peligroso. Contrariamente a una idea demasiado extendida, el debate ha trascendido las supuestas divergencias entre grandes y pequeños países, entre viejos y nuevos miembros. Dadas estas oposiciones, el riesgo residía entonces en que la Cumbre de Bruselas desembocase en una crisis abierta o en acuerdos mediocres. Dejemos por tanto que el tiempo y el diálogo retomen su curso natural para alcanzar un acuerdo serio y, sobre todo, ambicioso. Lo que Europa necesita hoy en día es audacia y amplitud de miras; no puede seguir funcionando en base a textos de mínimos, fruto de laboriosos compromisos, incomprensibles para los ciudadanos y condenados, desde su adopción, a un período de vida limitado.
A pesar de la decepción de Bruselas, el espíritu de Europa sigue vivo. En numerosas ocasiones, la construcción europea ya se ha visto enfrentada a bloqueos en apariencia insuperables: citemos las difíciles negociaciones de cerca de cinco años sobre el recorte presupuestario del Reino Unido o las largas discusiones del primer paquete financiero presentado entonces por Jacques Delors. Tampoco olvidemos el voto negativo de los pueblos danés e irlandés a la hora de ratificar el Tratado de Maastricht o el de Niza. Pero Europa siempre ha salido adelante, siempre ha progresado hasta convertirse en este conjunto político y económico sin equivalente en el mundo, dotado de una moneda y de una organización de mercado que garantizan entre todos sus miembros la libre circulación de personas y bienes, determinado a darse los instrumentos de una diplomacia y de una defensa autónomas y decidido a dotarse de los medios de una cooperación eficaz en materia de justicia, inmigración y seguridad interior.
Sin dejarse arrastrar por el desencanto, los europeos deben ponerse otra vez manos a la obra. La Unión va a seguir funcionando: no habrá vacío jurídico. Las instituciones europeas se regirán por las disposiciones del Tratado de Niza, elaborado precisamente para garantizar el período de transición. De hecho, el proyecto de Constitución que está siendo discutido prevé que el Tratado de Niza se aplique hasta 2009.
Por su parte, la Conferencia Intergubernamental proseguirá bajo la Presidencia irlandesa, que decidirá en las próximas semanas la fecha en que se retomen los trabajos y de qué manera. Probablemente, las autoridades de Dublín quieran tomarse un tiempo de reflexión. Me parece prudente. Sin duda alguna, la cita del mes de marzo y del próximo Consejo Europeo permitirá a los responsables políticos de la Unión hacer balance de situación. Entonces habrá que reactivar la dinámica de la negociación. Por lo demás, afortunadamente, la ampliación entrará en vigor el próximo 1 de mayo. Las elecciones europeas se celebrarán en junio y la nueva Comisión y las nuevas reglas de voto en el Consejo, tal como se decidieron en Niza, se aplicarán a partir del 1 de noviembre de 2004.
Si bien la Cumbre de Bruselas no es el final del camino, sí que es para todos nosotros un solemne aviso. Este revés nos invita en realidad a calibrar los retos a los que se enfrenta la Unión. Y es que es cierto que nos encontramos a las puertas de una nueva era de la construcción europea.
El proyecto europeo ya ha superado varias etapas: en primer lugar, el Tratado de Roma, que concebía el proyecto general y empezó los trabajos; después, el Acta Única, que finalizó la instauración del gran mercado europeo, y, por último, Maastricht, que aportó una nueva ambición con la moneda única. Al mismo tiempo, la Unión se fue abriendo a nuevos países, pasando así progresivamente de 6 a 15 miembros y garantizando a los más desfavorecidos de ellos una incuestionable progresión de su nivel de vida y de su prosperidad.
Tras la caída del Muro de Berlín y Maastricht, Europa se adentró en una nueva era: la de la unidad de todo el continente, con la perspectiva de una ampliación sin precedentes. Tanto por el número de países candidatos como por su nivel de desarrollo, estas negociaciones de adhesión han marcado un hito decisivo para la historia de la Unión. Pero ha sido la necesaria adaptación de sus instituciones y métodos, es decir, la indispensable profundización, la que ha marcado el paso y nunca ha podido ser conclusiva. A falta de acuerdo, el Tratado de Amsterdam dejó de lado los asuntos institucionales, denominados "flecos", que se retomaron durante las discusiones del Tratado de Niza, que, a su vez, sólo logró soluciones de mínimos de carácter transitorio. Niza, signo de la complejidad de los temas por resolver, se vio obligado a prever enseguida una nueva cita para la reforma de la Unión: así nació la Convención Europea presidida por Giscard d'Estaing, que ha elaborado el proyecto de Constitución que actualmente se debate en la Conferencia Intergubernamental.
Estas dificultades ponen de manifiesto la magnitud de la tarea de la que debe hacerse cargo Europa: reto de la heterogeneidad ligada a niveles de desarrollo desiguales y a fuertes diversidades culturales y políticas entre los Estados miembros; reto institucional nacido del aumento del número de países miembros de tamaños muy dispares y, por último, reto político para saber si somos capaces de dar a esta nueva Europa el lugar que le corresponde realmente en la escena mundial. En el movimiento de globalización que nos rodea, la constitución de sólidos polos regionales es fundamental para estructurar a la comunidad internacional. Dentro de este contexto, si sabe dotarse de las capacidades necesarias, la Unión Europea puede confiar en desempeñar el papel que le corresponde, fortalecida por su experiencia y los valores que enarbola.
De forma que, con el proyecto de Constitución, la cuestión es saber si estamos decididos a alimentar por Europa una ambición a la altura de los envites del mundo.
Siempre es posible conformarse con adaptaciones mínimas, tal como sucedió en Niza. En ese caso, la Unión se limitará a ser un amplio espacio económico cuyos esfuerzos de progreso se verán frenados por el mantenimiento de la regla de la unanimidad y cuyas instituciones, cada vez menos eficaces, lo invalidarán. Será el fin del proyecto europeo tal como Francia lo deseó. Y eso es algo que no podemos aceptar.En consecuencia, hoy por hoy, la única vía posible es movilizarse para defender una profunda reforma, una auténtica restructuración que convierta a Europa en un actor capaz de influir en el mundo. De ahí se derivan varias consecuencias institucionales: ampliación del voto por mayoría cualificada, Comisión Europea reorganizada en torno a un Colegio restringido y sistema de voto en el Consejo más comprensible, capaz de dar mayor movilidad y capacidad de reacción a esta institución. Estos envites justifican que nos tomemos el tiempo necesario para llevar a buen puerto esta difícil empresa.
Al elaborar la futura Constitución, de lo que se trata es de definir la estructura general de la Europa de mañana. Probablemente este marco no podrá conservar la simplicidad de los primeros años de la construcción europea. Sin duda, habrá de organizarse en torno a un zócalo común completado, siempre que sea necesario, por cooperaciones más flexibles.
Ese zócalo común será el espacio europeo de prosperidad y solidaridad. Se basará en el mercado único y las políticas comunes de acompañamiento que lo completan, ya hablemos de ayudas regionales, grandes infraestructuras, agricultura o transporte. Europa deberá ser capaz, en todos estos ámbitos, de adoptar más fácilmente las reglas de la libre circulación. También habrá que insistir en la necesidad de reforzar la competitividad de nuestras economías mediante acciones de investigación, innovación o formación.
En lo relativo a este ámbito, la norma común deberá imponerse a todos y sólo tendrá excepciones de forma temporal. Será la ley general, la base del pacto acordado por todos los miembros de la Unión.
De forma general, los esfuerzos suplementarios de integración deberán desarrollarse con más flexibilidad. En ellos participarán los miembros de la Unión dispuestos a avanzar y que deben poder hacerlo dentro del marco de las disposiciones de la futura Constitución. Este principio no es ninguna novedad: los acuerdos de Schengen o la instauración del euro mostraron el camino. El día de mañana, otros ámbitos de acción podrán ser objeto de cooperaciones particulares: pensemos en la gestión de las políticas económicas en el seno del Eurogrupo, en la acción internacional o en la seguridad interior.
El objetivo de estas cooperaciones reforzadas no es, por lo tanto, remplazar al régimen general de Europa. Simplemente se trata de consolidar la Unión contemplando la posibilidad de integraciones complementarias desarrolladas por unos pocos en base a reglas precisas. Estas cooperaciones específicas deberán respetar la solidaridad comunitaria, garantizar la información de los que no participen en ellas; y, por último, preservar la cohesión de las instituciones europeas a la vez que inventar disposiciones particulares en su seno para esos grupos pioneros cuyo principio evocó el presidente de la República, en su discurso ante el Bundestag en el año 2000.
Al instaurar esta estructura, la futura Constitución hará algo útil, pues, en particular, creará las condiciones que facilitarán los próximos ingresos. De esta manera se aclarará el marco general de la Europa ampliada, se balizará mejor su marcha hacia adelante y sus próximas adhesiones serán más previsibles. Por otro lado, la Unión del mañana podrá definir con más facilidad el tipo de asociación que pretende entablar con sus socios tanto del este como del sur, ya se trate de Rusia, de Ucrania o de los países del Mediterráneo. Al ser más fluida, más móvil y más flexible, esta Europa podrá ser más activa y sacar partido tanto del tronco común de las acciones comunitarias como de las cooperaciones reforzadas que algunos de sus miembros decidan emprender asumiendo plena responsabilidad.
De modo que el camino que debemos recorrer en los próximos meses está claramente trazado: adoptar una Constitución que dé a Europa los medios con que ocupar el lugar que le corresponde en el mundo del mañana. Pero a esa nueva Unión habrá que asignarle objetivos ambiciosos, bien compartidos por todos, bien desarrollados por unos pocos. En cuanto a las integraciones complementarias, habrá un lugar para ellas, lógicamente, de la misma forma que nuestro país supo entablar, junto a Alemania y el Reino Unido, una cooperación que resultó especialmente útil con Irán en materia de no proliferación. Podremos renovar este precedente el día de mañana, por ejemplo, reforzando nuestras industrias de defensa o lanzando, en África o en otro lugar, iniciativas políticas u operaciones de solidaridad.
Al comprometernos con resolución en esta vía, demostraremos que hemos aprendido las lecciones de Bruselas. También demostraremos que hemos entendido en qué nueva Europa nos adentramos. Frente a este reto, Francia mantiene su determinación de trabajar en asociación, cada vez más estrecha, con Alemania. A los que sostienen que el motor franco-alemán se agota, les recuerdo los progresos realizados gracias a esta asociación desde hace más de un año: ahí están los acuerdos para la futura financiación de la agricultura, para la respuesta a Turquía o para las diferentes propuestas institucionales durante los trabajos de la Convención. Nuestros dos países han sabido cumplir con su parte.
Nuestra marcha hacia adelante con Alemania respeta los principios y las reglas de la Unión: contrariamente a lo que se haya podido decir sobre las recientes discusiones acerca del Pacto de Estabilidad, nuestro país sigue respetando la disciplina presupuestaria y se ha comprometido, de aquí a 2005, a volver a situarse dentro del límite del 3% del déficit público. Si no fue penalizado durante el último Consejo de Ministros de Finanzas fue porque la recomendación de la Comisión no logró la mayoría cualificada.
Ahora bien, esta asociación que mantenemos con Berlín no es exclusiva: Francia y Alemania desean impulsar a Europa junto a todos los que deseen progresar y compartir una ambición común. En el difícil período que atravesamos, dada la coyuntura económica y la situación internacional, debemos actuar con responsabilidad, incluso en materia financiera, y plantar nuestra exigencia de conciencia en el corazón de la construcción europea.
De hecho, éste es el mensaje que transmitieron hace unos días los seis mayores países contribuyentes de la Unión al presupuesto comunitario: si bien no hay que olvidar el deber de solidaridad, especialmente respecto a los nuevos miembros, todos, y la Comisión también, debemos ser realistas y prudentes durante las próximas negociaciones sobre las perspectivas financieras.
En este mundo incierto, la Europa de hoy en día debe enfrentarse a retos de toda índole, desde el terrorismo hasta las ayudas regionales, y desde la pobreza hasta las amenazas de un choque de las culturas y las civilizaciones. Es esencial que esta Europa ampliada aprenda a vivir, a actuar y a tomar decisiones junta. Este aprendizaje debe basarse en una determinación común, capaz de rechazar los prejuicios ideológicos. Asimismo, debemos negarnos a dividirnos en nuestras relaciones con Estados Unidos, puesto que compartimos la voluntad de una fuerte solidaridad entre ambas orillas del Atlántico. Europa nunca es más grande, fiel a sí misma y a su vocación que cuando sabe superar las disputas inútiles, alimentadas por los miedos y las incomprensiones, tal como ha hecho en el ámbito de la defensa.
De modo que debemos privilegiar una determinada idea común de Europa para hacer avanzar esta empresa sin parangón. Tras el aviso de Bruselas, es más necesario que nunca que impulsemos el espíritu de la aventura europea y la concretemos más allá de los sueños de los padres fundadores. Poniendo la Europa del mañana al servicio de los pueblos, de la paz y de la solidaridad y del derecho y de la justicia, defendemos los ideales que inspiran a nuestro continente desde hace tanto tiempo. Pero los impulsamos aún más para que Europa actúe en el núcleo del mundo con la voluntad de compartir su experiencia, sus convicciones y sus valores.
Dominique de Villepin es ministro de Asuntos Exteriores de Francia. © Le Monde, 2003.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.