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La transición ética

Adela Cortina

La Constitución Española cumple 25 años entre parabienes y repulsas, entre los brindis de los que desean que cumpla muchos más en su actual factura y las críticas de quienes piden su reforma. Los cumple en un ambiente ambiguo en que la bonanza económica se junta con la infinita tristeza por los muertos de una guerra -la de Irak- que no debió declararse nunca, con el propósito de Ibarretxe de someter su plan a un referéndum en condiciones de no violencia, condiciones que no se dan y, por lo mismo, lo hacen inviable, con la decisión unilateral del Gobierno de incluir el tema en el Código Penal, con los acuerdos y desacuerdos de la Unión Europea, con la cuestión irresuelta de los inmigrantes. ¿Cómo hacer frente con decencia a todo ello y a tanto más?

Buena medida suele ser la de analizar qué cosas se han hecho bien y por qué fueron posibles, como hizo Tocqueville al viajar a Norteamérica para averiguar por qué allí la democracia era superior a la francesa. Y sin duda se hizo bien, muy bien, aquel proceso por el que los españoles pasamos de un Estado autoritario a una democracia. Los miembros más representativos de los partidos políticos y de las instituciones sociales pactaron una reforma, entre rumores de ruptura, y empezó esa transición política, tan admirada con toda justicia, cuyo comienzo celebramos.

Pero conviene recordar que las transiciones políticas son posibles por las transiciones éticas, que las negociaciones de los políticos tienen un corto alcance sin el suelo firme del êthos, del carácter de las personas y de los grupos. Si algo bueno ha tenido el movimiento comunitario, es recordar que los hábitos del corazón de los pueblos son indispensables para construir un orden social determinado, pero también para mantenerlo y profundizar en él; que la libertad se realiza cuando se incorpora en las instituciones y, sobre todo, en las costumbres de las gentes.

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En nuestro país, la sociedad civil, sin grandes pronunciamientos ni declaraciones, fue haciendo una transición ética, que empezó mucho antes que la política y la hizo posible. Por eso en estos días de celebración importa, hacer también memoria de ella y analizar la situación presente, por una parte, por hacer justicia a la que fue la primera actriz de la transición, a la sociedad civil, que -en palabras de Pérez Díaz- ostentó la primacía en el proceso de cambio, pero también por anticipar creativamente el futuro. Porque, aunque parezca mentira si atendemos a la opinión publicada, los problemas no los resuelven sólo los políticos, ni siquiera los políticos y los economistas. En realidad, no hay política legítima ni economía sana sin ética, como tampoco hay ética realizada sin política y economía de altura.

"La vida no es la que uno vivió", así empieza Gabriel García Márquez sus memorias, "sino la que uno recuerda, y cómo la recuerda para contarla". Desde el recuerdo para contarla, nuestra transición ética empezó hace más de veinticinco años en una sociedad ilusionada con un futuro mejor. Y no sólo por la esperanza de integrarse en el universo democrático, sino porque impregnaba el ambiente lo que Lerner llamó "movilidad psíquica", la convicción de que los hijos podrían alcanzar un nivel de vida superior al de los padres, económico, profesional y social. Sin abandonar valores tradicionales como el trabajo, la honestidad o la lealtad, otro mundo mejor era posible.

Sin duda, en aquel tiempo el "monismo ético" oficial campaba a sus anchas en la vida pública, la convicción de que sólo hay un código moral válido para la sociedad en su conjunto, y que coincidía con el nacionalcatólico. También en la vida corriente, y sobre todo en las aulas universitarias, otros tres "monismos" competían por el monopolio del mundo ético: la neoescolástica de la época, vertiente académica de la moral oficial, el marxismo empeñado en desacreditar la ética por burguesa y utópica, y el positivismo, la beatería de "los puros hechos", que enviaba los valores morales al limbo de lo irracional.

Y, sin embargo, grupos de trabajadores, de profesionales, de universitarios, de agentes de la opinión pública, socialistas que veían en la ética un importante motor de transformación, grupos religiosos que se distanciaron de la moral oficial, liberales hartos de monolitismos de cualquier género, gentes corrientes y molientes fueron minando con su pluralismo efectivo las pretensiones imperialistas de unos y otros. Por eso, la Constitución de 1978 no vino sino a respaldar oficialmente ese pluralismo moral que ya existía en la vida cotidiana. La sociedad civil había sido y era la protagonista de su propia transición ética, daba por bueno que es posible convivir con distintos códigos morales siempre que se compartan valores irrenunciables. ¿Y qué compartíamos?

La vida es la que se recuerda para contarla. Compartíamos -creo yo- la convicción de que la libertad es superior a la esclavitud, la igualdad a la desigualdad, la solidaridad a la indiferencia, el diálogo a la violencia y el respeto activo a la intolerancia. Que todo ser humano es infinitamente valioso y no debe instrumentalizarse, porque no tiene precio, sino dignidad.

Obviamente, no son éstos artículos de ninguna "constitución ética", porque lo ético no se promulga, no hay ningún cuerpo social legitimado para hacerlo. Más bien son valores que se descubren en la vida compartida, configuran la ética cívica y se transmiten en la educación, porque quien los degusta sabe que son extremadamente valiosos, forman ese capital ético que precisan las sociedades para hacer frente al futuro con dignidad. En apreciar un capital semejante coinciden las distintas comunidades y pueblos de España, porque las diferencias son de cultura lingüística, y en algún grupo aun étnicas, pero la cultura moral es la misma, y desde ella es desde la que hay que abordar los problemas. Sin violencia asesina, sin violencia cotidiana de "baja intensidad".

Es verdad que en 1978, como ahora, el aprecio de este capital conjunto era una tendencia fuerte, junto a otras, que podía reforzarse o debilitarse. La ley del péndulo es implacable, y tras décadas de valores fuertes, convicciones dogmáticas, autoritarismo, la primera década de la España democrática entendió que la tolerancia se construye debilitando los valores morales, sustituyendo las convicciones por las convenciones, el autoritarismo por la ausencia de autoridad, el hombre como portador de valores eternos por las personas con derecho al bienestar.

Y fue necesario de nuevo el paso del tiempo para recordar que una sociedad justa no puede construirse sin convicciones, siempre que estén abiertas a la crítica, que los derechos no pueden protegerse sin asumir responsabilidades, que la autoridad moral es indispensable, que los valores débiles son insuficientes para evitar las tramas de la corrupción, la tentación de utilizar el bien público con fines privados, la tendencia a conformarse con las exigencias de los violentos cuando otra cosa implica arriesgarse.

A comienzos del siglo XXI el claroscuro permanece. Por una parte, figuramos en el club de los países con bonanza económica y política, en el 20% de la humanidad con derecho a consumo indefinido y democracia estable. El despegue económico en la época autoritaria, la transición ética de que venimos hablando, la transición política, la impagable igualación que hizo posible el Estado del bienestar en salud, educación, economía y cultura, la estabilidad actual, nos han llevado a no conocer en décadas un retroceso como el que sí han sufrido países tan cordialmente cercanos como Argentina o Uruguay. No nos faltaba más que la Copa América para creer en la prosperidad indefinida.

Pero, a la vez, la política se convierte en el arte de tocar poder a cualquier precio y permanecer en él a toda costa, y la economía pasa de considerar con Adam Smith que el consumo es el único fin y propósito de la producción, a pensar que el consumo es más bien el motor de la producción. Es preciso entonces generar consumidores, gentes con hábito de consumir, que ni se pregunten ya por qué lo hacen, ni si es justo, ni si les hace felices. Otros "monismos éticos" pueden sustituir a los anteriores, como la religión del consumo, la religión de la etnia o la de los nuevos ricos, que fueron una vez emigrantes y han olvidado el dolor que eso implica. Pero la fe consumista, la étnica o la de los nuevos ricos son incapaces de construir una sociedad justa, más aún en tiempos de globalización, cuando tenemos que gestionar con altura humana la realidad de un mundo multicultural.

Hace 25 años iniciamos una transición política admirable, sobre todo porque había una sociedad civil con agallas éticas. Pero el futuro requiere las mismas o más, y no es cosa de bajar la guardia.

Adela Cortina es catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia y directora de la Fundación ETNOR.

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